Gilberto Nieto Aguilar
El sueño americano es una de las ideas que guían la cultura y sociedad de los Estados Unidos a nivel nacional. Suele referirse a los ideales que garantizan la oportunidad de prosperar y tener éxito para lograr una movilidad social, cultural y económica conforme a las posibilidades y el esfuerzo personal. Durante mucho tiempo, desde el siglo pasado, ha sido motivo de la afluencia de extranjeros, particularmente de países subdesarrollados que esperan encontrar ahí lo que no encuentran en su propio país.
Buscan la utopía de la libertad y el progreso personal, pero también existen reglas escritas y no escritas que la transforman en una empresa difícil y complicada, en la que muchos han perdido la vida. La frase “sueño americano” nació hace más de un siglo y se mezcló rápidamente con las palabras “capitalismo”, “democracia” y “raza”, las tres fuerzas que siempre han girado en torno a la vida social y política de Estados Unidos, dice Sarah Churchwell, profesora de literatura americana en la Universidad de Londres, en su libro “Behold, America: A History of America First and The American Dream”.
A principios de 1900, el “sueño americano” era sinónimo de “justicia social e igualdad económica”, un tanto diferente a las últimas décadas. A decir del economista Daniel Markovits, profesor de la universidad de Yale, el sueño americano, la idea de que en Estados Unidos la gente puede salir adelante por sus propios méritos, en la actualidad es una ficción. Habla en su libro “La trampa de la meritocracia”, de los estragos humanos del sistema, porque la meritocracia premia solo los logros educativos y laborales que se valoran en el mercado, haciendo que todos ─incluso los ricos─ sean miserables, inmersos en una despiadada competencia.
Si en los Estados Unidos, un país poderoso, con una larga tradición progresista, amante de las leyes, odiado y admirado por Latinoamérica, la muy conocida frase “Sueño Americano” sufre los embates y deformaciones de la globalización y el neoliberalismo, entonces un país como el nuestro, que ni siquiera ha tenido la posibilidad de iniciar este largo proceso, nos coloca en el piso de una espiral que puede llevarnos mucho tiempo alcanzar el punto en que podamos aspirar a obtener la recompensa por el esfuerzo y la dedicación social, laboral y política.
La lucha por inscribir a los hijos en escuelas de prestigio es diferente entre ellos y nosotros. Allá luchan los padres por la acumulación de formación y habilidades para
desarrollar el capital humano de sus hijos. Acá todavía no se percibe qué debe querer el hijo, que habilidades y qué saberes debe desarrollar para tener posibilidades al ingresar a la educación superior y asegurar el éxito al egresar. El problema es que el mundo que les espera es turbio para su desenvolvimiento, con posibilidades para unos pocos y no alcanzan a definir que deberían hacer para estar a la par de ellos.
Por otro lado, el sistema político y económico, es decir, todo el aparato gubernamental, en la forma que está estructurado y organizado, conceptual o material, parece no concede estas posibilidades. La mentalidad de la sociedad, de los padres, que se transmite a los hijos, no es muy clara ni con expectativas elevadas. Quienes no estudian en la universidad, pueden desarrollar alguna habilidad artesanal, algún talento que les dé para vivir. Este, es otro de los males de México.
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