En la ola de euforia que envolvió el éxito de la secuenciación del genoma humano, a principios del nuevo milenio, se renovó con fuerza el sentimiento de que, por fin, el hombre había alcanzado el sueño ansiado de conocerse a sí mismo. Esperanzas vanas de ganar un alto conocimiento sin voluntad y esfuerzo personal, a través de conocer la máquina biológica, pero sin delimitar el proceso generador de la conciencia.
El hombre tiene que vivir, primero, y en ese ínter, pensar. Reflexionar desde adentro y hacia adentro. Aprender a escuchar y diferenciar su voz interior. Sólo así se conocerá a sí mismo, sin fórmulas químicas o ecuaciones matemáticas aplicadas, puesto que nada le dará un mejor pensamiento y una mejor manera de actuar como no sea el esfuerzo individual directo, conciente y razonado.
Los grandes avances científicos son innegables, pero ¿cuánto contribuirán a la evolución y mejora del pensamiento? ¿cuándo dejará el humano de engañarse con complicadas justificaciones y disertaciones sobre la ciencia del mañana? Un futuro que se aleja sin concretarse, que lo ilusiona pero lo niega, que le da pero más le quita, que le vende quimeras y olvida la razón del ser.
Entre los grandes mitos que ha idealizado la humanidad a través de los tiempos es reiterativa la inmortalidad, la eterna juventud, el desarrollo de una gran inteligencia y la elevación de los niveles de conciencia. Sobre los dos primeros la ciencia ha perseverado, pero en los dos últimos el hombre ha dudado, se ha perdido en un laberinto sin salida. Y en ellos juega un papel preponderante la reflexión, el esfuerzo y la voluntad.
La ciencia y el pensamiento social han luchado a lo largo de la historia por abrirse paso, mejorando las condiciones de la vida humana. Pero el ser intrínseco, la fusión individual y colectiva, la plena conciencia de lo que es y puede ser, solo mejora en sectores restringidos, en núcleos pequeños que irradian hacia los demás la luz de una sabiduría universal, única, armónica en el cosmos, unida con el Todo del que forma parte, en estadios que los demás intuyen e imitan con una creatividad insulsa y poco contribuyente.
La ciencia avanza en lo tangible y, en la última centuria, avanzó rápido superando lo logrado en los siglos anteriores. La humanidad siempre aspira a un mundo mejor, pero pocas veces hace lo que le corresponde. Se aísla, se separa, se regionaliza,
se nacionaliza, se etnializa y, por ende, se segrega, se aleja del Todo. Además, la ciencia ha creado una nueva estirpe que suplanta todas las concepciones de Dios. La soberbia y prepotencia humanas son un cáncer destructivo contra su propia especie y el planeta entero.
La humanidad, por su libre albedrío, es diversidad. La diversidad es riqueza, amplitud, alcance de estados remotos y desapercibidos, siempre que no olvide la esencia que unifica, el Uno del que procede y el mundo que se quiere mejorar. El blanco y el negro se pueden mezclar, construir claroscuros, colaborar y compartir las visiones que van más allá de la mezquindad, la ganancia, la explotación y el sojuzgamiento.
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