San Pedro Naranjestil, municipio de Aquila, Michoacán, con sus 520 habitantes (1971), está enclavado en la Sierra Madre del Sur, a unos ocho kilómetros del mar a vuelo de pájaro. Entonces no existían carreteras ni caminos vecinales para el traslado de vehículos automotores en varios cientos de kilómetros a la redonda.
Héctor Gálvez y yo hicimos un recuento sobre las necesidades materiales de la escuela y observamos que el número de alumnos era muy bajo en proporción al tamaño de la población y concluimos que muchos niños no asistían a la escuela. Así que urgía una reunión con los padres de familia para tratar estos asuntos.
Antes de convocarla hicimos algunas indagaciones discretas, elaboramos nuestra agenda con el pliego de necesidades para presentar en la reunión, y acordamos la forma en que la conduciríamos. Debíamos cuidar los detalles, así que platicamos con el Jefe de Tenencia y un padre de familia que dijo ser de la directiva del año anterior. Ambas autoridades nos notificaron que los cuatro sacerdotes que acababan de llegar al Curato querían asistir a la reunión y dijimos no tener inconveniente alguno.
Héctor, fiel a su papel de director, comenzó la reunión con bastante aplomo y ambos participamos para llevarla a los dos puntos que nos interesaban: incrementar la matrícula y mejorar las condiciones materiales del plantel. En plena asamblea, todavía recuerdo cuando Héctor cuestionó al secretario de la Jefatura de Tenencia:
—En el caso de usted —dijo, señalándolo directamente—, ¿sería tan amable de indicarnos por qué no manda sus hijos a la escuela?
El señor Fermín de la Cruz se descontroló sin saber qué decir. Hubo un momento de silencio embarazoso y finalmente balbuceó:
—… eh... es que no habían llegado los maestros… o sea, ustedes. Pensé que el profesor Verdía no podía atender a tantos niños… Pero el lunes se los mando, sin falta.
Acordaron que la autoridad y los padres presentes vigilarían que los niños en edad escolar asistieran el lunes próximo. El aspecto material era más complicado, porque requería faenas y recursos económicos. Se habló de las malas condiciones de la escuela y la falta de letrinas, y se logró el acuerdo de iniciar de inmediato los trabajos. ¡Nuestro entusiasmo, más que nuestras palabras, los convencieron!
Se nombró la nueva mesa directiva de padres para que se hicieran cargo de las diversas actividades. A la hora de cooperar, el sacerdote que parecía de mayor jerarquía tomó la palabra para felicitarnos por nuestro entusiasmo e invitar a la comunidad para dar el apoyo y trabajar por el progreso de sus hijos. Fueron los primeros en levantarse y aportar doscientos pesos cada uno.
Era mucho dinero en aquel entonces, pero su gesto amable fue contundente en aquellos momentos, pues se acordó que el cercado sería de postes de madera, se revocarían las paredes con cal, se renovaría el tejado, se cambiarían las vigas y postes dañados y se pondría una especie de ladrillo resistente en los pisos. Se harían las letrinas para niños y niñas, porque todos en la escuela teníamos que “jalar pa’l monte” cuando surgía alguna necesidad fisiológica.
La reunión había sido un éxito; ahora había que esperar los resultados.
El lunes siguiente llegaron casi cien alumnos y en el curso de la semana se agregaron algunos más. La primera respuesta estaba cumplida. Los trabajos materiales sobre el plantel tardaron un poco más en comenzar, mientras se organizaban, pero también fueron un éxito. Fiel a las recomendaciones de mis maestros, portaba una pequeña cámara fotográfica para dejar constancia de lo que se estaba realizando, con el objeto de preparar el tema de la tesis profesional o los contenidos del informe del primer año de servicio para titularme. Aun guardo varias fotografías de aquel entonces.
Primero se reconstruyó el edifico escolar. Se revocaron las paredes y se arregló el tejado con vigas de madera y tejas nuevas. Los pisos fueron cubiertos con un mosaico parecido al ladrillo, muy resistente. Mientras estos trabajos se llevaban a cabo durante los meses de octubre y noviembre, insistimos con los padres y la autoridad del lugar para que se construyeran los sanitarios de cajón a la mayor brevedad por razones de higiene y salud. Ellos dieron sus argumentos y, finalmente, iniciaron esos trabajos hasta el mes de enero.
Me preocupaba aquello de “jalar p’al monte”, pero no había más remedio. Por la mañana había que caminar para tomar el baño matutino a una parte del arroyo con una poza que permitía hasta nadar, bajo un gran chorro de agua como cascada, a unos ochocientos metros de la escuela. No les podíamos pedir a los padres darle prioridad a una incomodidad personal. Así que ellos fueron los que priorizaron el orden de las necesidades materiales que debían cubrir y nosotros aceptamos su decisión. Hubo que acostumbrar al organismo a realizar sus necesidades fisiológicas a determinadas horas del día, y a no dar lata el resto de la jornada.
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