Leyendo unas páginas de Yuval Noah Harari (“De animales a dioses”, Penguin Ramdom house, México, 2019, pp. 185-195), recojo tantos comentarios referentes al tema que pone título al artículo, que en todos los párrafos subsiguientes sus citas son implícitas.
Los mitos y las ficciones acostumbraron a la gente, casi desde el momento de su nacimiento, a pensar de determinada manera, comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas.
Así fue como se crearon instintos artificiales que permitieron el acercamiento y la organización social de los seres humanos más allá del instinto natural. Esta red de instintos artificiales se llama «cultura». Durante la primera mitad del siglo XX los expertos enseñaban que cada cultura era completa y armoniosa y que poseía una esencia invariable que la definía para siempre.
Cada grupo humano tenía su propia visión del mundo y su propio sistema de disposiciones sociales, legales y políticas; sus creencias, normas y valores, pero pasaban por alto que siempre han estado sujetos a un flujo constante. La cultura puede transformarse en respuesta a cambios en su ambiente, debido a sus propias dinámicas internas o mediante la interacción con culturas vecinas.
Desde la Revolución francesa, las personas de todo el mundo han llegado gradualmente a la convicción de que la igualdad y la libertad individual son valores fundamentales. Sin embargo, estos valores son contradictorios entre sí. La igualdad solo puede asegurarse si se recortan las libertades de los que son más ricos. Toda la historia política del mundo desde 1789 puede considerarse como una serie de intentos de reconciliar esta contradicción.
Los regímenes liberales del siglo XIX en Europa y los Estados Unidos dieron prioridad a la libertad individual, aunque ello haya supuesto sacrificar familias pobres e indigentes y dar pocas opciones a los menesterosos para salir de los sórdidos ambientes del bajo mundo. El ideal igualitario del comunismo produjo tiranías brutales que intentaban controlar todos los aspectos de la vida cotidiana sin permitir la libertad humana. Contradicciones como éstas son una parte inseparable de la cultura humana.
La política estadounidense contemporánea continúa girando alrededor de esta contradicción. Mientras unos quieren una sociedad más equitativa, aunque ello
signifique aumentar los impuestos para financiar programas de ayuda a los pobres, a los ancianos y a los enfermos, otros quieren maximizar la libertad individual, incluso si ello implica que la brecha de ingresos entre ricos y pobres aumente cada día más y que muchos norteamericanos no puedan permitirse la asistencia sanitaria.
Las tensiones, los conflictos y los dilemas irresolubles son el condimento de toda cultura. Esta es una característica tan esencial de cualquier cultura que incluso tiene nombre: “disonancia cognitiva”. A veces se considera que la disonancia cognitiva es un fracaso de la psique humana. En realidad, se trata de una ventaja vital. Si las personas no hubieran sido capaces de poseer creencias y valores contradictorios, probablemente habría sido imposible establecer, mantener y acrecentar toda cultura humana.
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