De acuerdo con Scriven (2011) citado por Pedro Ravela (2017), la evaluación es una forma de conocimiento, decisiva para la especie humana, pues desde épocas remotas los seres humanos primitivos fueron evaluadores prácticos de todo lo existente. Es, pues, la evaluación, una de las formas principales de la ciencia social aplicada. Una interdisciplina que aporta herramientas a las restantes disciplinas del saber, como también lo hace la estadística, y ambas ayudan en la toma de decisiones.
Pedro Ravela, junto con Beatriz Picaroni y Graciela Loureiro, realizaron una investigación en varios países de América Latina –incluido México– sobre la evaluación en el salón de clase, que se concreta en el libro “¿Cómo mejorar la evaluación en el aula? Reflexiones y propuestas de trabajo para docentes”. La SEP lo reedita y lo envía a las escuelas como una aportación para fortalecer los criterios de la evaluación formativa y lo complementa con un curso en línea sin costo para los docentes de educación básica. Ahí están ambos, al alcance de quien quiera y tenga interés.
Igual que en el Uruguay de Pedro Ravela, en México se invierte una gran cantidad de dinero, tiempo y energía en las evaluaciones a gran escala –ENLACE, PISA, PLANEA y las evaluaciones del Servicio Profesional Docente, agonizante al comienzo del sexenio–, pero nadie observa lo que ocurre con la evaluación dentro de las aulas. Aceptando las resistencias que existen, habría de aceptar también que es una de las tareas de mayor complejidad que realizan los docentes, tanto por el proceso que implican como por las consecuencias permanentes al emitir juicios sobre el logro de los aprendizajes.
Una contradicción recurrente es la que enfatiza en el discurso la importancia de la evaluación formativa mientras que en la práctica sólo se dan calificaciones y se señalan los errores en los trabajos de los alumnos. Modificar las formas de “hacer las cosas” en el aula requiere una cierta dosis de humildad. Y conocer lo que acontece en las aulas para incidir en su mejoramiento, es un gran desafío.
La lucha comienza a envejecer sin resultado alguno, entre aprendizaje superficial –subordinante– y aprendizaje profundo –liberador–, cuya diferencia es una enseñanza orientada a la memorización y reproducción de contenidos y procedimientos, a otra orientada a la comprensión y la reflexión. En esta batalla la profesión docente está muy ligada a la evaluación, que es la dama escurridiza del
cuento. Trabajar en un enfoque formativo no es lo mismo que calificar, medir o corregir; examinar, clasificar o aplicar pruebas objetivas.
La evaluación formativa es diagnosticar debilidades, retroalimentar, generar motivación autónoma, favorecer el diálogo entre maestro y alumno, estimular la autoevaluación y coevaluación, ayudar a desarrollar habilidades de estudio independiente, valorar los procesos de enseñanza que utiliza el docente. La información que se recoge en el proceso formativo se usa para ir modelando las mejoras en lugar de limitarse a resumir los logros, para transitar de la cultura del examen a la cultura de la evaluación centrada en mejorar los procesos de aprendizaje.
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