Umberto Eco y Sigmund Bauman, intelectuales europeos fallecidos hace algunos años, consideraron que el pensamiento es un ejercicio cognitivo e intelectual de carácter individual que se produce a partir de procesos de la razón, en tanto que Edgar Morin propone la idea de una visión más holística de los hechos, tanto en términos de conocimiento científico como de percepción ética y moral, para comprender que, más que culturas diferenciadas, formamos parte de una enorme cultura planetaria.
Morin va por una reforma del pensamiento (El Correo de la Unesco, febrero de 1996, p. 10) a pesar de quienes cuestionan su método. El principio de simplicidad impone separar y reducir. El principio de complejidad preconiza reunir, sin dejar de distinguir. Dice Morin que hasta mediados del siglo XX la mayoría de las ciencias tenía como modo de conocimiento la especialización y la abstracción; es decir, la reducción del conocimiento de un todo al conocimiento de las partes que lo componen. La clave era el determinismo, la ocultación de la alteridad, la novedad y la aplicación de la lógica mecánica. Pero los problemas del mundo viviente son cambiantes, diversos, acumulables, inciertos, influidos por los entornos.
El ser humano afronta decenas de decisiones cruciales día con día, como pequeños dilemas cotidianos cuya resolución es una consecuencia inevitable de vivir en contextos complejos. El pensamiento de las personas es acumulativo y se desarrolla a lo largo del tiempo, pues funciona a partir de estrategias que se van añadiendo y mezclando entre ellas para resolver los problemas. Se refleja en el lenguaje al cual va configurando, y en él se conserva y se transforma.
En términos sociológicos (Velásquez y Miranda, Foro Educacional No. 28, 2017, p. 34-35), lo que Sigmund Bauman (2012) denomina “modernidad líquida” es la arremetida de la modernidad contra sí misma, con un objetivo inscrito en su propia naturaleza que es “derretir los sólidos”. A partir de la supremacía de la economía, en esta fase se despoja a las acciones humanas de su dimensión ética para terminar paulatinamente con la confianza y la seguridad proporcionada por el conocimiento, las relaciones sociales y familiares, los vínculos laborales, la religiosidad, etcétera.
Se trata de la época que estamos viviendo, en la que lo sólido (los grandes relatos, las grandes industrias, las clases sociales definidas) comienzan a desaparecer y son reemplazadas por un mundo líquido, fugaz y de relaciones inestables colectivas e individuales. Al respecto, Umberto Eco nos dice, en su libro “De la estupidez a la locura”, Lumen, 2016, que para entender las distintas implicaciones del concepto de modernidad o sociedad “líquida”, será muy útil leer “Estado de crisis”, obra en la Bauman y Carlo Bordoni debaten sobre este y otros problemas.
Para Bauman, dice Eco más adelante, este presente naciente puede incluir la crisis del Estado (libertad nacional frente al poder económico transnacional), crisis de confianza, crisis de atención al ciudadano, crisis de religiosidad y espiritualidad, crisis de las ideologías, de los partidos, y en general “de toda apelación a una comunidad de valores que permitía al individuo sentirse parte de algo que interpretaba sus necesidades”.
Surge un individualismo desenfrenado, sin empatía ni humanismo, en el que nadie es compañero de nadie, sino antagonista del que hay que cuidarse. Esto se ha hecho evidente en mayor medida después de la pandemia del Covid y apenas comienza. El subjetivismo ha vuelto frágil la realidad en la que, el no haber puntos de referencia, todo se disuelve en una especie de liquidez. Hoy todavía no se sabe si existe “algo” que puede sustituir esta licuación.
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