La percepción de Dios, cualquiera que sea la idea que de él se tenga, tiene diferentes concepciones según el tiempo y los espacios en que se ha concebido, que revelan la naturaleza humana desde antes que el hombre lograra comunicarse con sus iguales a través de la distancia y el ahora. Parece que Dios fue la forma primaria del ser humano para explicarse los fenómenos que no entendía de la naturaleza, y en muchos casos, fue la intuición de lo sublime.
Esa percepción de Dios le acompañó siempre, como una fuerza superior a él mismo, como una inteligencia armónica capaz de poner en orden el caos que le rodeaba y creyó recibir de Dios las fortalezas para sobreponerse a las adversidades y alcanzar su sobrevivencia en la naturaleza y la concordia entre sus iguales. El peso de esta lucha recayó en unos cuantos que lograron el liderazgo de los diversos grupos humanos y, en las mejores circunstancias, alcanzaron a compartir y debatir las formas de organizarse y establecerse.
Dios fue un faro de luz en las civilizaciones más antiguas. En el legendario Egipto, en China, India, en las épocas de esplendor de griegos y romanos. Alcanzaron a desarrollar una teología que le dio forma a las doctrinas religiosas hasta llegar a lo que conocemos en estos tiempos como credos, ritos, ceremonias, iglesias.
Con la expansión de las lenguas antiguas nos preguntamos qué hizo sentir a los humanos la necesidad de introducir la percepción de Dios, tal vez sin pensar todavía en la creación del cosmos y la vida, el infinito, la perfección, la existencia, el ser… sólo como la percepción de algo superior que estaba por encima de ellos, que resultaba inalcanzable y que toda la bóveda celeste y la naturaleza que les rodeaba eran un reflejo de su magnificencia.
Para los pueblos antiguos, el concepto de Dios era imprescindible, como parte de la vida misma, a pesar de que proliferaban pensadores incipientes que definían y abundaban sobre la geometría, astronomía, física, biología, y ejercían actividades propias de la medicina, el arte, la ingeniería. La concepción judeo-cristiana, que conlleva una concepción moral unida a Dios, dominó al mundo occidental y a grandes sectores de la población mundial.
En la Grecia clásica habría de surgir la metafísica. Los razonamientos de Aristóteles se volverían célebres varios siglos más tarde en las consideraciones de Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII europeo. En el siglo XVII, Isaac Newton dio nacimiento a una ciencia matemática que casi eliminó la idea de la intervención de Dios en el mundo material de la física. René Descartes sentó las bases del uso primordial de la razón para el desarrollo de las ciencias naturales. En el siglo XIX, Charles Darwin señala en su teoría de la evolución biológica que los seres vivos tienen un componente hereditario.
Desde el siglo pasado, la cultura científica dominante promulgó una base filosófica para la ciencia: el materialismo científico. “No existe más que la materia”, lo que ha engendrado en la humanidad la división entre Dios y la ciencia materialista, sin dejar un espacio para suponer que ciencia y religión pueden correlacionarse en tanto ambas partes dejen el dogma como centro del debate. El reconocimiento de Dios ha implicado la observancia de rituales, creencias de una tradición religiosa, la dedicación a actividades espirituales, la práctica de la oración y la meditación y la búsqueda de conexión con lo divino, que se ha ido diluyendo con las exigencias de la vida moderna. El hombre se pierde en la vorágine y la incertidumbre de un mundo cambiante.
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