Los domingos eran días de gran actividad en el Curato, pero también de grandes borracheras en la población. Las armas de fuego dejaban escuchar su voz en las calles y en las casas, como cohetones que anuncian una gran fiesta, abiertamente, con ostentación. Los varones iban a misa temprano, para que después no se les interrumpiera en su divino esparcimiento.
En la iglesia, el trabajo incansable de los párrocos rendía sus frutos. Todos amables y atentos, dispuestos siempre a ayudar al prójimo, viajabando continuamente a lugares adentrados en la serranía, en mulas altas y fuertes para aguantar varios días de camino, mal comidos, según la suerte de cada traslado, aguantando la carga adicional que llevaban y traían. Con esos viajes incrementaban su feligresía y la confianza de la gente. Ya
El Curato era un lugar de reunión que frecuentaban las muchachas. Nosotros buscábamos un pretexto digno para acercarnos esporádicamente, hasta que en cierta ocasión llegó una joven monja, de unos 24 años y, por añadidura, muy guapa y agradable. Permaneció varias semanas en San Pedro y fue como un rayo de luz para aquellos que la frecuentamos. Los mismos sacerdotes se veían radiantes con su presencia.
Charlamos muchas veces de tantas cosas. Su palabra era fácil y agradable, llena de una vasta cultura que le había dado el conocer varios países a pesar de su corta edad. En una ocasión le hice una pregunta torpe y he aquí lo que me respondió:
—¿Por qué decidiste tomar los hábitos?
Percibí cierta desilusión en su respuesta, y un tono molesto al contestarme:
—¿Por qué ustedes, los varones, siempre hacen esa pregunta?
—Perdóname… Fue una pregunta espontánea, sin ánimo de incomodar…
—¿Y cuál es el afán? ¿Qué es lo que no entra en tu cabeza?
—Primero tu juventud. Y disculpa, eres muy bella, muy alegre…
—¡Pues encuentro esa alegría en dedicar mi vida a Dios!— me respondió en un tono vehemente, con la mirada retadora puesta sobre mis ojos. Sentí que me cohibía.
—Lo siento, no fue mi intención molestarte. Mejor cambiemos el tema.
Y volvió a sonreír. Sentí que en su risa cristalina quedaba la advertencia de que me había puesto en mi lugar. Fuera de ese incidente, todo fue agradable. El día que partió creo que todos los que la tratamos en las semanas que nos compartió su presencia, sentimos que se llevaba algo de nosotros y que también algo de ella se nos quedaba. En su despedida me dijo:
—Eres muy joven y en la vida vas a conocer a mucha gente. Procura darles lo mejor de ti para que recibas de ellas también lo mejor. Piensa en metas nobles para que tu paso por la vida sea productivo y agradable. Que Dios te bendiga—. Con un beso suave en la mejilla nos dijimos adiós.
Sentí un nudo en la garganta. La pequeña comitiva que la fuimos a despedir, vimos cómo la avioneta se perdía entre las nubes y la distancia, llevándose a aquella jovencita tan llena de vitalidad, espiritualidad y buenos propósitos que había alegrado nuestros corazones por tan corto tiempo.
gilnieto2012@gmail.com |
|