Gilberto Nieto Aguilar
Todavía bajo el letargo mágico de la Navidad, con los desvelos y los gastos que ocasionaron las festividades del Año Nuevo, volvemos a las rutinas del quehacer cotidiano, del estrés del trabajo, del ir y venir acelerado, de llevar a cabo muchas cosas sin sentido, trabajar duro para comer y procurar el sustento de la casa. Regresar a lo que llamamos la “vida cotidiana” de cada quien y de cada cual.
¿Qué planes tengo para este nuevo año? ¿Qué cosas debo cambiar? Estas interrogantes me recuerdan a la vieja pregunta que me hicieron ─y yo también me hice─ cuando era pequeño: «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?» Sólo que esta pregunta implicaba un verdadero dilema por resolver puesto que estab mi futuro en juego, y las otras dos preguntas sólo han sido repeticiones gastadas de cada año que con el tiempo fueron perdiendo seriedad, desafío y credibilidad.
La diferencia en las contestaciones está en que las dos primeras, pasados unos días, ya las había olvidado. Los planes y los cambios no necesariamente tienen que al inicio del año, son en cualquier momento del año, cuando un chispazo nos obliga a reflexionar y a darnos cuenta que debemos realizar algunas modificaciones a lo que venimos haciendo diariamente, y establecemos un compromiso con nosotros mismos.
Sobre la otra respuesta ─recuerdo que no les di solo una contestación─, los mayores se rieron de mí al escucharme. De pequeños tenemos mucha imaginación y creemos que podemos hacer todo aquello que nos proponemos. El tiempo y las barreras que se encuentran conforme nos vamos haciendo adultos, producto de la cultura y la sociedad, van domando el carácter y las ganas de hacer muchas cosas hasta descender, en los casos extremos, a la mediocridad.
Las tres respuestas me gustan siempre abiertas, pendientes de irse haciendo, creando, conformando, de acuerdo con el paso del tiempo, sin quedar jamás como un producto acabado, porque ese sería un final feliz pero irrealizable ante la incertidumbre y lo impredecible de la vida. No hay conclusión final hasta el último segundo de la existencia, porque a partir de allí ya nada podemos planear ni cambiar.
Ante mi respuesta de pequeño nadie me dijo que al hacerme mayor tal vez yo no tendría un empleo; o peor aún, que quizá no lograra ser “un hombre de bien”. Nadie me advirtió que a la vida hay que ganarle espacios, que hay una lucha eterna entre
lo que pienso y lo que es, entre lo que quiero y lo que puedo ser. Que la vida no siempre es justa pero constantemente hay que luchar, levantarse en cada caída, perseverar, no perder la meta primigenia, original.
Las intenciones para el nuevo año no siempre se toman en serio. Nos las inculca el espíritu de renovación, la euforia colectiva al iniciar un nuevo ciclo de vida después de 365 días y casi 6 horas alrededor del Sol, lo que nos lleva a creer que también podemos renacer al compás de la naturaleza y el universo. Año nuevo vida nueva. Lamentablemente esto no es así, salvo casos de excepción.
Vamos hacia adelante con la esperanza de un año benéfico en todos los aspectos posibles: salud, familia, trabajo, economía, y tantas cosas que se procesan en la mente y el pensamiento de las personas. Los cambios, en algún sentido de la existencia personal, no existe magia que los pueda lograr. Requiere constancia y voluntad. Tiene que ser el deseo claro y vehemente de cada quien, el resultado de la lucha por obtener lo que se desea intentando varias formas, o tener la inteligencia de reconocer cuando aquello no se puede conseguir por razones superiores a nuestra voluntad.
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