Sin los grandes pensadores, el mundo viviría en tinieblas. Son las ideas las que han permitido la evolución del hombre como especie. En los tiempos actuales, las ideas se presentan de varios modos, como máscaras de progreso, novedad, moda o necesidad creada. La comunicación y la información que recorre al planeta y llega hasta las regiones más apartadas, no siempre trasladan mensajes alentadores, que busquen en forma positiva hacer crecer a las multitudes en sus relaciones internas y con su entorno, y en sus concepciones de vida. Al contrario, el mundo parece ser cautivo de las grandes corporaciones de la comunicación y de algo que parece navaja de doble filo: las redes sociales.
Los consorcios mundiales de la comunicación dictan a las personas hasta las reacciones, lo que les apetece, la forma de vestir, y lo peor, la forma de pensar. Una manera de pensar significa una forma de actuar. Así que, de manera sutil “resbalan” en el subconsciente de la humanidad elementos psicológicos, emotivos, que la uniforman y le hacen sentir emociones y sentimientos que, en algunos casos, afectan el equilibrio interior del niño y la niña, del hombre y la mujer, invadiendo la esfera en que se forma la concepción del mundo y de la vida, la consciencia, lo que es la persona fuera del conjunto de órganos y tejidos.
El hombre no ha podido bien organizar al mundo que él mismo ha creado. Son muchas tendencias, principalmente económicas, y grandes grupos internacionales de poder permanecen en el anonimato. Entre el pueblo hace falta el ejercicio del pensamiento. La constancia y la diversidad van creando un pensamiento propio, pues cuando no se está acostumbrado a pensar con cierto rigor, un programa cultural o un texto de análisis resultan aburridos.
En los países ricos y desarrollados, es enorme el poder de la información y la comunicación para vender productos (publicidad), influenciar actitudes y opiniones, o facilitar la toma de conciencia. En los países en desarrollo, llenos de tantas áreas marginadas, de tantas carencias, estos procesos han causado estragos, malamente observados por el ojo común. Esto incide en las sociedades, en la clarificación de las aspiraciones, en la escala de valores que comparten, en las necesidades comunes, en el modo de actuar colectivamente para trazar y alcanzar las metas, buscando rutas para mejorar sus vidas.
Es más fácil saber que los diez hombres más ricos del mundo han duplicado su fortuna, mientras los ingresos del 99 por ciento de la población mundial se han deteriorado, posiblemente por causa del Covid-19. Recordemos que esos diez
hombres poseen más riquezas que los 3 mil millones 600 mil personas más pobres en el planeta. Y que 252 hombres poseen más riqueza que los mil millones de mujeres y niñas de África, América Latina y el Caribe. (Nabil Ahmed et al, “Las desigualdades matan”, OXFAM internacional, 2022).
Quizás es bueno conocer esas cifras, contar con esa información que nos evidencia las grandes desigualdades entre los seres humanos. Pero tal vez sea más importante intentar comprender cómo se origina esa situación, qué fuerzas la operan en el mundo, qué se puede modificar con la participación humana decidida, qué se puede proponer ante una historia continuada del “pez más grande” que sólo se ha justificado y disfrazado durante miles de años. Cuando se rompe el estereotipo social, es sólo para confirmar la regla. Así conviene a las grandes corporaciones internacionales y así lo hacen los países pobres, que no ofrecen oportunidades para su gente de realizar “el sueño” de cambiar su estilo de vida.
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