Próximos a emitir el voto en las elecciones del 6 de junio, resulta oportuno recordar cómo ha cambiado el escenario electoral de los últimos cincuenta años, con bastantes claroscuros y acontecimientos dignos de olvidar y sepultar en la ignominia de un pueblo que no ha podido ser guiado hacia la democracia, pero que tampoco ha encontrado por cuenta propia ese camino.
Ha faltado madurez, sentido crítico. El pueblo suele dejarse llevar por la corriente masiva, por lo que incitan otros, sin el esfuerzo de analizar, pero con consecuencias que le hacen perder los privilegios de una sociedad mejor organizada. Permite ser manipulado y quizá no valora lo que pierde. Como resultado, quienes han estado en el poder, con esta mexicanísima mentalidad, buscan los beneficios personales y de grupo, relegan las causas colectivas, desarrollan una demagogia de la justificación.
Poco ha cambiado México a lo largo de las reformas político-electorales de las últimas décadas y de la aportación de diversos actores en la lucha por convertir un sistema de partido hegemónico en un régimen más abierto y democrático, en el que se incluyan propuestas constructivas, una visión de país, el trabajo colectivo para transformar la nación. Un cambio donde importen menos las siglas partidistas y los gustos y preferencias del “hombre fuerte”. Donde valga el criterio lúcido y objetivo en las discusiones desde los espacios ex profeso, sin tantos discursos rimbombantes y falsos, que miden al enemigo en lugar de las ideas.
En 1990, con el sueño de crear un órgano autónomo, se establece el IFE. Pero México raya en lo grotesco por la terrible manía de reformar las leyes para cada proceso y por cualquier motivo. Leyes que no se cumplen y luego se vuelven a cambiar por capricho o para que queden a modo del mandatario en turno. Esto refleja nuestra pobreza legislativa y la falta de una cultura de la legalidad.
Las leyes son para cumplirse y hacerse cumplir. No para manejarlas a nuestro gusto, conveniencia o capricho. Las leyes no tienen nombre de personas. Son generales, y cualquiera puede caer en algún supuesto que actualice un delito. Nunca al revés. Mientras no se cambie esta mentalidad, el estado de derecho y la seguridad jurídica seguirán siendo sólo una noción enunciativa, no una forma de organizar a la sociedad y dirimir los conflictos.
Perfeccionar los procesos electorales ha sido una ardua labor con todo en contra. El autoritarismo gubernamental ha preferido el fraude que le garantice la continuidad
de su camarilla, la imposición de sus decretos y la protección de sus espaldas al término de la gestión. Por eso el pueblo, el ciudadano medio, el que más aporta y peor es tratado, no logra adquirir confianza en estos procesos. Parece una maldición que las elecciones continúen, como en el siglo XIX, marcadas por los homicidios, los golpes bajos y la guerra sucia.
Durante las campañas, la Segob y el INE deberían apercibir y señalar aquellos discursos y actitudes que estigmaticen, agredan, ofendan y vulneren los derechos humanos de cualquier candidato. Esta ha sido la campaña del odio, con escasas propuestas, sin respeto al público elector y con una tendencia a propiciar ambientes de violencia.
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