Dicen que recordar es volver a vivir… ¡Vaya que sí! Los momentos son efímeros, fugaces. La noche era templada, el viento particularmente frío, las estrellas invisibles y el silencio, inexistente. La noche era ordinaria, como cualquier otra noche, pero sobre todo, una noche aburrida. Veía todo lo que acontecía en el exterior desde mi pedazo de ventana. El tráfico era pesado y daban ganas de mover los coches uno por uno. Se me hace gracioso este último hecho, ya que ni siquiera estaba dentro de uno. No quisiera estar en la mente de todos los que padecen estos momentos.
Para ser franca, me he vuelto bastante observadora en estos últimos años. Encuentro todo tan curioso que a veces me abrumo. Mi vida en este momento va en declive. Todo está en completo desorden para mí. No encuentro gozo en nada, la comida es insípida a mi paladar, el agua también. Nada me hace sonreír. En estos momentos, la vida…no es vida. Desanimada, sabiendo que es mi vida diaria, aun cuando apenas tengo 8 años.
Los divorcios nunca son fáciles, son algo que te ponen a pensar mucho ¿Qué pasa cuando el amor se acaba? ¿Por qué las personas no pueden volverse a amar? Eran mis reclamaciones más sencillas, entre las que me atreví a preguntarles. Pero realmente mi duda más grande era ¿Alguna vez he amado a alguien tan fuertemente? Tal vez mis padres, un amigo cercano o algún familiar. Pensé en esas opciones varias veces hasta no poder más, pero nada me llenaba o me satisfacía como yo hubiera deseado.
El reloj hacía su usual sonido “tic toc” y yo sólo me quedaba aturdida. En mi mente ya habitaba aquella insistente pregunta mientras me cuestionaba mil cosas. El sonido de un claxon me sacó del limbo. ¿Qué pasaba? Me asomé por la ventana por simple curiosidad. Busqué con los ojos detectar el problema o lo que sucedía. Esa decisión fue crucial para todo lo pasó después.
Al asomarme vi a alguien en aquella multitud: ¡Era un perro bastante lindo! De pelo y orejas rosaditas al interior. Pero lo más triste fue ver que no lo veían igual de lindo los demás, si no como una abominación, como un estorbo. Instintivamente decidí tomar mi rompe vientos y correr por las escaleras para legar a la calle. Por fortuna llegué en el momento exacto. Vi al pequeño cachorro de pelaje color pimiento y las patas color sal, tembloroso por lo que pasaba. Estaba asustado, afligido y perplejo. Traté de llamar su atención, pero fue inútil: del miedo no podía ni mover el bigote.
Los autos sonaban sus cláxones y me decidí a ir por él. Crucé la calle, lo tomé en brazos y corrí para la otra acera. El pequeño temblaba; lo acaricié y lo acuné en mis brazos para calmarlo. Lentamente su ritmo cardíaco se estabilizó y yo sonreía. Desanduve el camino de vuelta con un nuevo integrante en brazos, un poco más grande que la palma de mi mano.
Al entrar a casa el calor hogareño le causó gusto y algunos sentimientos me llenaron el corazón y me reconfortaron el alma. Todo cambió en mi vida por esa cosa pequeño que parecía un frijol. Mi vida volvió a tener un aliciente, colores vibrantes y mi sonrisa volvió…
Nunca pensé que esa noche todo cambiaría para mí; nunca pensé que ese día triste se convertiría en algo mágico y menos pensé que ese momento sería nuestro. Porque si tuviera que escoger a alguien en la próxima vida o en otro universo, sin duda escogería a mi cachorro de pelaje negro y patitas color de sal.
*Texto de Valentina Mezura Rodríguez, de 13 años de edad, alumna del Colegio Thomas Jefferson School, primer lugar en el Concurso de Composición Literaria de la Zona 10 de secundarias generales.
|
|