La Parroquia de San Pedro era el centro de mayor interés y más respeto para la población de San Pedro y los alrededores. Pertenecía a la Diócesis de Apatzingán, lejana en a distancia. Lo valioso que notamos de la devoción religiosa era que aun los más bragados y pendencieros ciudadanos manifestaban un gran respeto por la iglesia y los párrocos.
Con la salida furtiva del sacerdote que la atendía a días de nuestra llegada, el pueblo salió ganando. Llegaron cuatro sacerdotes con una buena mística de trabajo y deseosos de guiar por el buen camino a una población tan difícil y bronca. Hasta aquel padre barbón, que era un pilluelo, se ganó el aprecio de la comunidad.
En San Pedro la experiencia fue aleccionadora. Comprendimos de golpe, Héctor y yo, que la religión era el único vínculo para mantener la convivencia pacífica en aquella comunidad. Los hombres armados no respetaban a la autoridad pero sí a la Iglesia, ante la cual bajaban la cabeza. Además, los párrocos tenían un poder de convocatoria inigualable.
—Los compañeros de la FECSM nos hubiesen quemado vivos, según el ritual de San Lenin y la liturgia de San Carlos— comentamos entre risas Héctor y yo. No queríamos ser mártires, sólo realizar nuestro trabajo. La educación por sí sola, cuando logra permear las capas profundas del cerebro y ser parte biopsicosocial del individuo, hace su trabajo y permite la capacidad de decisión y libre albedrío. Aleccionar no era nuestro papel.
Además, si desdeñábamos los usos y costumbres del lugar, hubiésemos perdido credibilidad y los apoyos vitales que nos permitieron avanzar transformando las condiciones materiales de la escuela. El respeto a la libertad de creencias estaba a salvo pues la tradición familiar no tenía competencia en ese entonces y en aquel lugar. Por nuestra parte, no íbamos a llevar ningún credo que no fuese el interés por el saber.
Una anécdota de aquellos días sucedió cuando los sacerdotes de la parroquia nos invitaron a comer. Llevábamos más de mes y medio comiendo en la fonda que la autoridad nos había asignado mientras el gobierno nos pagaba. Así que Héctor y un servidor habíamos perdido el gusto por un buen platillo. Aquella invitación nos supo a gloria, por la fama de que en el Curato se servían suculentas viandas.
Ese sábado llegamos puntuales a la cita, bien acicalados y receptivos a la interesante charla con los cuatro sacerdotes que seguramente seguiría a la comida. Pasamos al comedor, muy pulcro y ordenado, con un ambiente acogedor. Nos sentamos a la mesa y la señora de la cocina, de aspecto amable, nos sirvió la sopa, humeante y olorosa, acompañada de queso molido para espolvorear, tal y como siempre me la sirvió mi madre.
Enseguida esparcimos con la cucharita el queso sobre la sopa caliente y nos dispusimos a saborearla cuando nos percatamos que los cuatro sacerdotes estaban de pie, haciendo una oración. Carmelo, el padre barbón, a duras penas disimulaba las ganas de reír; pero los otros tres estaban muy serios y formales bendiciendo los sagrados alimentos, encabezados por el padre Sebastián. Así que, por nuestra parte, nos levantamos apenados y nos unimos a la oración.
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