Somos todo aquello con lo que arribamos a este mundo al nacer: un cuerpo físico, la conciencia, una increíble capacidad para aprender, un grupo de sensaciones, emociones, necesidades básicas y, conforme pasa el tiempo, vamos adquiriendo presencia, hábitos y percibimos el amor, la alegría, la verdad, la belleza y la bondad, junto con otros sentimientos que estorbarán el resto de la existencia, como el egoísmo, la maldad, la mentira, el odio y la crueldad.
Poner en movimiento las virtudes y los vicios para crear el concepto unitario de persona que se resume en el sí mismo junto con su entorno. Tenía razón Jean Paul Sartre al decir que los moralistas han sido los maestros de la introspección. Pero esa búsqueda dividió el mundo en dos partes: lo bueno y lo malo, donde lo bueno está afuera, en el reino de los fines, mientras lo malo está adentro, en la naturaleza sombría e indecisa del ser humano. El trabajo personal que deberá realizar cada individuo, consiste en saltar de la realidad íntima a la realidad social para inventar su esencia humana a partir de las limitaciones.
Dice la destacada maestra Victoria Camps, en el prólogo del libro “Tras la virtud”, de Alasdair MacIntyre, Crítica, Barcelona, 2001, que la filosofía moral no es una disciplina separada de la historia, la antropología o la sociología. No existe la moral en abstracto, sino morales concretas, situadas en tiempos y espacios determinados, en culturas y entornos sociales específicos. Es ilusorio el punto de vista imparcial desde el que supuestamente se alcanzan los principios y las verdades universales.
En realidad, nuestro mundo es caótico y desordenado en lo que a creencias morales se refiere, una mezcolanza de doctrinas, ideas y teorías que provienen de épocas y culturas lejanas y distintas. La única respuesta aceptable ante ese conjunto de retazos éticos es la filosofía del emotivista, que se adhiere a la moral más afín con sus emociones y no entiende otras razones que las del sentimiento que le mueve a rechazar unas acciones y aprobar otras.
Pero bueno, hoy quisiéramos comentar un solo sentimiento, que implica un valor y una virtud: la gratitud. Según la Academia de la Lengua es el «sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera». El valor de la gratitud se ejerce cuando una persona experimenta aprecio y reconocimiento por esa acción hacia su persona.
Según Cicerón «la gratitud no es solo la más grande de las virtudes, sino la madre de todas las demás», pues es algo que sentimos y nos impulsa a la acción. A través de ella, reconocemos las cosas buenas de nuestras vidas, ya sean intangibles o tangibles, y actuamos en consecuencia. Según la neurociencia, la gratitud nos hace más felices porque estimula la secreción de endorfinas en nuestro cerebro.
Después de que el hombre ha recorrido un buen tramo de la vida, es una necesidad trasmitir el agradecimiento a todas aquellas personas que le han obsequiado una sonrisa, que le han tendido la mano en alguna situación complicada en el pasado. Sobre todo, agradecer a Dios la vida y, muchos, seguramente, la generosidad con la que la han vivido.
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