Cristina de Martos, Jefa de prensa del Ministerio de Educación de España, publicó en El Mundo, Madrid, el 23 de noviembre de 2010 “Mente que divaga, mente infeliz”, sustentando su publicación en la investigación de Harvard “Mente errante” relatada en mi colaboración del miércoles pasado sobre ese tema. Nos dice que, según la neurociencia, la mente que divaga es una mente infeliz, pues emplea mucho tiempo en pensar sobre cosas ajenas al presente.
Sin embargo, el pensamiento errático tiene el honor de ser responsable de grandes descubrimientos, como la ley de la gravedad de Isaac Newton. Algunas personas tienen la tendencia a una mente divagante debido a sus patrones de pensamiento habituales, dominados por la acostumbre de dejarse llevar por pensamientos y fantasías sin esfuerzo alguno. Creo que todos, en diferente medida, hacemos esto de vez en cuando.
La autora señala que Killingsworth y Gilbert, tal vez influenciados por corrientes religiosas y espirituales que señalan que la felicidad está en el “aquí y ahora”, se cuestionaron si dejar a un lado el pasado y el futuro era sano para la salud mental y la búsqueda de la felicidad. De las horas que permanecemos despiertos, concluyeron, lo que pensamos puede estar divagando entre un 25 a 50 por ciento de ese tiempo.
La mente divagante es la falta de atención a lo que estamos haciendo, que bien puede ser por el estrés, la preocupación, el aburrimiento, la ociosidad, los estímulos externos e internos y los hábitos de pensamiento de cada quien. La mente divagante es algo común y normal en muchos momentos de las personas, aunque se le atribuyen efectos negativos cuando es muy constante (próximo o pasado del 50 por ciento del tiempo de vigilia) y de manera continua, porque puede alterar la toma de decisiones, restarle satisfacción a la vida, distraer las relaciones interpersonales, desatender las actividades cotidianas y de trabajo, provocar ansiedad y frustración.
En estos casos puede ser útil buscar estrategias que nos ayuden a centrar el pensamiento, como la práctica de atención plena, o acudir a técnicas de concentración o meditación. Mientras no se llegue a tales extremos, imaginar es imprescindible y soñar es necesario. No se puede cambiar al mundo, pero sí llenar pequeños y suaves espacios de refrescantes caricias para el alma.
Alcanzar un nivel de tranquilidad, concentrarse en el trabajo, ocuparse de un familiar enfermo, jugar con los hijos o los nietos, mediar los conflictos y dificultades en la familia y el trabajo, pagar deudas, buscar empleo, lidiar con una enfermedad prolongada, significa desgaste psicológico y emocional. El cuerpo descansa fácil de la fatiga física, pero la mente, en cambio, no se descansa con facilidad.
Suponer por momentos un entorno maravilloso, puede ser una fuente de placer mental, siempre y cuando tales divagaciones no extravíen a la persona de su realidad ni la distraigan de lo que le espera en su hogar o allá afuera. Los extremos suelen resultar poco positivos porque no todo es malo ni todo es bueno. Encontrar el punto medio es la cuestión. Muy metódico, muy “aterrizado”, muy estricto, muy realista, muy objetivo, son usos que operan con dificultad en la compleja y diversa naturaleza humana.
Sin estas divagaciones, ciertas actividades serían terriblemente aburridas, como conducir durante horas, tomar el sol, hacer una antesala prolongada, esperar alguna situación, ir a correr, y otras más. Pero no debemos “abusar” de este recurso. No permitamos, como señala Killingsworth, que «nuestra vida mental esté dominada en un alto grado por el “no-presente”».
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