Para la Real Academia de la Lengua, las sociedades son el conjunto de persona, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes. Yuval Noah Harari, israelita doctorado en Oxford, en su breve historia de la humanidad escrita en 2011 (“De animales a Dioses”, 22ª reimpresión, Ramdom House, México, 2019, pp. 153-157), nos explica de manera ágil y amena que todas las sociedades humanas complejas se basan en jerarquías imaginadas que provocan una discriminación injusta, según las adopta cada pueblo o región.
Dice la RAE que son agrupaciones “naturales” o “pactadas” de personas, organizadas para cooperar en la consecución de determinados fines. Yuval se pregunta cómo consiguieron los humanos organizarse en sociedades extensas no “naturales” porque carecían de los instintos biológicos para alcanzar refinadas y amplias asociaciones, considerando más de dos millones y medio de existencia, de los cuales las desarrollaron en apenas unos cuantos miles de años.
La respuesta puede ser que los humanos inventaron y dieron vida a órdenes, jerarquías e instituciones imaginarias y, sobre todo, diseñaron la escritura. Con estos inventos llenaron las lagunas que les dejaba la herencia biológica y comenzaron a darle forma a la civilización, entendida como el conjunto de costumbres, saberes, ideas, creencias, tecnología, política, cultura y artes propios de un momento de su evolución como sociedad.
Conformar sociedades complejas, organizar instituciones, crear una estructura social, una tecnología disponible, una forma de explotación de los recursos naturales, con un alto nivel de refinamiento, ha resultado provechoso pero algunos rasgos escapan a su control. La civilización tecnológica ha superado al hombre, al grado de no diferenciar todo lo positivo en comparación con todo lo negativo que brinda dicho “progreso”.
Las sociedades dividen a la gente en grupos artificiales dispuestos en jerarquías, por ejemplo: aristócrata, plebeyos y esclavos. O bien, blancos, negros, indios americanos, latinos. O en forma genérica, hombres y mujeres, ricos y pobres. Tal división para algunos es estipulada por Dios, para otros es un orden natural y para casi todos, una disposición legal que proclama una igualdad y una libertad que sólo existen en la letra de las Constituciones Políticas.
Si se le pregunta –dice Yuval– a los supremacistas blancos acerca de la jerarquía racial, tendremos una lección pseudocientífica sobre la diferencias biológicas entre las razas. Quizá quieran encontrar en la sangre o en los genes las causas para suponer que unos son más inteligentes, éticos y trabajadores que los otros, y con este argumento venden la idea a quien se preste a comprarla.
Un capitalista obstinado probablemente defienda que la riqueza es el resultado inevitable de diferencias objetivas en las capacidades individuales. Para los hindúes el sistema de castas es impulsada por fuerzas cósmicas. Así, cada sociedad fundamenta sus propias creencias en deidades creadoras o en un supuesto orden natural de este mundo. Finalmente, las leyes y las normas humanas legalizan en el imaginario social tales diferencias dando como resultado pobres y ricos, y el que algunos países ofrezcan mayores oportunidades que otros.
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