El significado de “conciencia” puede ser el conocimiento que la persona tiene de su propia existencia, de sus actos. La percepción clara y reflexiva de la realidad, del bien y el mal, que le permite enjuiciar moralmente esa realidad y las acciones propias que realiza y las llevan a cabo los demás. La actividad mental de cada sujeto le habilita sentirse parte del mundo, adaptarse, cooperar, socializar y transformar el entorno, en la medida que es “más consciente” de la sensación y percepción, cognición y recuerdo, cogitación e imaginación, emoción y volición.
Es como la película de nuestras vidas en 3D, narrada por nuestra propia voz. Ser conscientes es saber lo que pasa en el interior y exterior de nuestro cuerpo. Sin esto no hay conciencia. Durante siglos los filósofos se reservaron el estudio e interpretación de la naturaleza de la mente, privilegio que hoy atraen los avances de la ciencia en la indagación del cerebro.
Con cada nuevo descubrimiento de la neurociencia o la biología, con cada nueva herramienta tecnológica puesta a disposición de los investigadores para escudriñar la actividad cerebral y, por ende, la complejidad y sutileza de la conciencia, aparece un escenario cada vez más asombroso. Del libro “La conciencia”, National Geographic, España, 2017, tomé algunas notas.
Es creencia popular que en estado vegetativo la conciencia se suspende. No obstante, algunos estudios han detectado actividad cerebral en pacientes. Siempre se ha creído que la principal ventaja evolutiva de la conciencia es la capacidad de analizar el entorno y planificar cómo adaptarse a él, pero una hipótesis asegura que la condición humana es la de potenciar la empatía y, por tanto, la capacidad de cooperar. Incluso el lenguaje, el más humano de los comportamientos sociales, puede deberse a la conciencia.
Por métodos científicos es difícil estudiar la experiencia consciente. Su carácter subjetivo no pasa la prueba de la objetividad que la ciencia exige. Pero la conciencia no se reduce a las experiencias. De hecho, existe una multitud de estados conscientes, intencionales, caracterizados por la función que desempeñan.
A la hora de buscar un origen físico, todo apunta al cerebro. El adelanto de las técnicas de formación de imágenes, la aplicación del registro de una sola célula y las diversas formas de intervención neural (por ejemplo, la estimulación del cerebro
profundo y la estimulación magnética transcraneana) han generado nuevas formas de obtención de datos para una ciencia incipiente de la conciencia.
En el esquema de la atención, la conciencia es una construcción que emerge cuando el cerebro se aplica a sí mismo. Todas las teorías de la conciencia coinciden en conceder un papel fundamental a la corteza cerebral. Reposa sobre el cerebro antiguo de organización de los reflejos. Dos funciones clave de la conciencia son la respuesta adecuada al dolor o al frío, a la sed y al placer; y el aprovechamiento de las ventajas ofrecidas por la cooperación y la sociabilidad. El camino para conocer a fondo la conciencia apenas comienza a recorrerse.
Dice Daniel Dennett (2008) en “La filosofía como antropología ingenua”, que a muchos neurocientíficos cognitivos «les deslumbra la idea de un lugar en el cerebro (le llama Teatro Cartesiano) donde se representa un espectáculo interior de notables construcciones ante una res cogitans (material) que constituye el público».
Bennett y Hacker en Philosophical Foundations of Neuroscience (Oxford, Blackwell, 2003), buscan contribuir a la investigación neurocientífica «de la única forma en que la filosofía puede asistir a la ciencia: no ofreciendo a los científicos teorías empíricas que reemplacen las suyas, sino esclareciendo las estructuras conceptuales de las teorías que manejan».
La ciencia y la tecnología han abierto espacios de investigación para entender las funciones fisiológicas que originan la conciencia y el lenguaje. La curiosidad del hombre por saber y su intervención en todos los asuntos que le sean posibles, desde las disciplinas de especialización que ha desarrollado, le llevan por muchos caminos que tiene que unir para alcanzar una comprensión compleja e interdisciplinaria.
En los últimos años los campos de la ciencia cognitiva, la neurofisiología, acompañada de las imágenes cerebrales obtenidas por medio de la tecnología aplicada, comenzaron un sólido debate sobre la conciencia. Filósofos, biólogos, psicólogos, psiquiatras y neurocientíficos discuten desde diferentes puntos de vista los misterios de la conciencia, pero se han puesto de acuerdo en que la conciencia tiene su asiento en el cerebro. Con esta conclusión, el problema pierde su estatus especulativo y se convierte en una tarea experimental.
No se duda, quizá, de que la conciencia se origine en los complicados procesos del cerebro, pero se investiga la experiencia psicológica que se genera en los entramados neurales. Stanislas Dehaene en “La conciencia en el cerebro”, Siglo XXI, Argentina, 2015, hace estas interesantes reflexiones: ¿Por qué algunas de
nuestras sensaciones se vuelven percepciones conscientes mientras que otras siguen siendo inconscientes? ¿Cómo fue que el estudio de la conciencia se convirtió en una ciencia?
Muchos experimentos simples –continúa Dehaene– permitieron crear contrastes mínimos entre la percepción consciente y la inconsciente, haciendo que una imagen se vuelva visible o invisible bajo un completo control experimental. Así, se vuelve crucial registrar la introspección de quien ve las imágenes, porque define los contenidos de la conciencia. Por último, se obtiene un programa de investigación simple: una búsqueda de los mecanismos objetivos que explican los estados subjetivos, los “sellos” o las “marcas” sistemáticas de la actividad cerebral que señalan la transición de la inconciencia a la conciencia.
Barack Obama, al anunciar la “Iniciativa Brain” el 2 de abril de 2013, dijo: «Como humanos, podemos identificar galaxias que están a años luz de distancia, estudiar partículas más pequeñas que un átomo, pero todavía no hemos desentrañado el misterio de ese kilo y medio de materia situada entre nuestras orejas».
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