De la Colección Biblioteca de Psicología, Tomo 13, “Cómo decidimos”, EMSE EDAPP, Eslovenia, 2022, escrito por José María Martínez Selva, obtenemos la referencia y fundamento para este artículo. Tomar una decisión es elegir la mejor opción entre las disponibles, la más eficaz, la más sencilla, la menos costosa, la que sea compatible con la mayor prioridad.
El cerebro construye modelos o representaciones mentales de lo que nos rodea y, a partir de ellos, genera creencias y expectativas, anticipa resultados y proyecta actuaciones en el tiempo. El tiempo puede ser decisivo cuando se debe actuar rápido o cuando lo esencial es escoger el momento oportuno. A veces hay que decidir a qué tarea se le debe dar prioridad o si conviene renunciar a un beneficio inmediato para obtener un beneficio mayor en lo futuro.
Elegir entre varias opciones puede ser una tarea muy simple, pero en ocasiones se torna compleja en sí misma, debido al carácter indeciso de la persona. Se llega a tener miedo de tomar una decisión y se evita asumirla; o bien, se puede postergar por tiempo indefinido, en una demora que quizá tenga efectos más dañinos que el propio acto de decidir.
Se toman decisiones de manera permanente, a cada rato, en todos los instantes del día, durante toda la existencia, en todos los aspectos de la vida, hasta en los momentos más simples y triviales. En un extremo están las decisiones automáticas que suelen ser rápidas e inconscientes, como actos reflejos, tal como esquivar a una persona en la calle o buscar la sombra para evitar el sol caluroso.
En el otro extremo están las decisiones graves y complicadas, las que requieren de la reflexión. Son menos frecuentes pero todos debemos tomarlas en algún momento y aspecto importante de la existencia, en ocasiones cruciales a lo largo de la vida, decisiones que pueden cambiar en algo la situación laboral, familiar o personal, como elegir una carrera, pretender una pareja, casarse, divorciarse, tener o no hijos, cambiar de empleo, iniciar estudios de posgrados, etc.
Los adultos están llenos de decisiones de todo tipo, fáciles y difíciles, cuyas consecuencias son inmediatas o a largo plazo, más o menos relevantes, previsibles e imprevisibles. De todo y de manera constante. Hasta la hora de levantarse o acostarse, o lo que hay que hacer en un día de asueto, etcétera. En todas ellas aparece un elemento que no a pocos preocupa: la incertidumbre.
En una situación ideal, decidir implica el uso de toda la información disponible, de la experiencia previa en situaciones semejantes, del conocimiento que se tenga del contexto en cuestión, de los resultados que se puedan anticipar, de la capacidad a enfrentar situaciones inéditas o desconocidas. Las decisiones, sobre todo en el ámbito de las relaciones interpersonales, deben tomarse a partir de datos incompletos y sus consecuencias son a menudo desconocidas.
Todos quisieran tomar buenas decisiones y, seguramente, lamentan mucho cuando se equivocan. A todo mundo le resulta familiar la expresión “Consultar con la almohada” al aplazar una decisión importante para cuando se esté tranquilo y descansado, sin dejarse llevar por los impulsos y el estrés. En todos los casos, hay que asumir las consecuencias y responsabilidades de una sabia o errónea decisión.
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