El anciano se encuentra en lo que llaman tercera edad, la senectud que la antropología social refiere como los últimos años de la vida de una persona sin existir edades que delimiten con exactitud dicho periodo, pues depende de factores hereditarios, estado de salud, hábitos, tren de vida llevado, para considerar que el periodo de vida útil de una persona ha tocado a su fin. Es triste, pero es un hecho incontrovertible al que, por otro lado, no todos llegan.
Los ancianos tenemos una buena memoria de las cosas que ocurrieron hace mucho tiempo. Mientras reviso algunas de las historias sobre nosotros los ancianos, voy a contarles un pasaje que le sucedió a un jovencito de escasos 20 años, allá por 1972. Él trabajaba en el Municipio de Hidalgotitlán, al sur de Veracruz, en un ejido en medio de la selva, escuchando de cerca a los chimpancés escandalosos que se mecían entre las ramas, con una gran algarabía, mientras transitaba los caminos a caballo, disfrutando el suave y peculiar murmullo en la espesura. Me contó lo siguiente:
Llamé al Presidente de la Sociedad de padres de familia, don Delfino Cruz, y le dije:
—Me gustaría un changuito pequeño, don Delfino, para llevárselo a mis padres.
—Tiene que ser recién nacido, maestro; de lo contrario no se acostumbran y hasta pueden ser peligrosos. Permítame que se lo busque.
Ya casi para irme de vacaciones, don Delfino vino a visitarme una tarde y me explicó, con los ojos enrojecidos:
—Le fallé, maestro, no pude.
— ¿Pues qué pasó, don Delfino? ¿A qué se refiere?
—Mire: llevé mi rifle para matar a la madre del changuito, porque sólo así le podemos quitar la cría...
— ¡A caray! No pensé que tuviera que matar a la madre...
—Cuando vi a una que traía a su retoño en la espalda, esperé a que estuviera quieta y le disparé. Vi cuando se vino abajo golpeándose contra la ramas, protegiendo con su cuerpo a su hijito. Cayó hecha bolita, con el pequeño entre sus brazos. Fallé el tiro y no la maté. Luego la vi revisar a su hijo para comprobar si había sufrido algún daño y hasta que se aseguró que no, buscó una hojita del suelo y se la puso en el hombro que le sangraba. Espero que sólo haya sido un rozón, porque me sentí muy mal y no me atreví a darle otro tiro.
Y al decirlo, parecía que le daba vergüenza no haber tenido el valor de matar a la madre del chimpancé.
—Don Delfino, es usted una persona de gran corazón. No se preocupe. Perdone mi inconciencia. Yo tuve la culpa porque nunca le pregunté qué es lo que tenía que hacer para conseguir al cachorro. Vamos, de cualquiera manera hubiese sido un problema transportarlo hasta mi tierra, que está bastante lejos de aquí.
Don Delfino respiró aliviado, mirándome fijamente, como queriendo comprobar que no estaba yo enojado. Con aquella lección aprendí a valorar más la vida del campo. Sentí un nudo en la garganta con sólo imaginar la escena. Por un capricho personal no vale la pena sacrificar la vida de ningún animal, menos de éste tan cercano a nosotros en la escala zoológica, según aseguró en su momento Darwin.
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