“Sólo la verdad nos hará libres”. En la búsqueda de esa añorada verdad, el hombre ha escrito su historia. Ha vivido muchos testimonios increíbles y se han escrito innumerables volúmenes, desde los textos manuscritos antes de Gutenberg hasta los libros digitales de hoy. Una verdad que puede ser gradual sujeta al tiempo, al espacio, a la persona. En esa búsqueda se ha comprometido el empeño humano para dar sustento y estabilidad a una concepción del mundo y de la vida que dé validez a sus creencias. Compara, elije o resume lo que mira, lo que piensa, lo que siente, lo que conoce, lo que aprende.
En esta tercera década del siglo XXI, el hombre necesita más claridad y fundamento en sus ideas para ayudarse a sí mismo y ofrecer un consuelo a la incertidumbre general, construyendo un mundo mejor, con respeto a los demás, a la naturaleza, a formas de gobierno más humanitarias, con tolerancia a las diferencias, mesura entre las naciones, en la búsqueda perenne de encontrar un sentido a la existencia personal y social. El hombre y la mujer no buscan conocimientos nada más (propio de los espíritus profundos y fuertes), sino un asidero que les ayude a interpretar su vida y lograr una razón para vivirla.
El hombre necesita cultivar su mundo físico, cognitivo, mental y emocional. Necesita certezas próximas, en el entorno en que habita, para descifrar las intimidantes confusiones y contradicciones de sociedades envejecidas por los cambios vertiginosos y no asimilados. Esa verdad huidiza, personal y colectiva, la busca el hombre desde distintas corrientes filosóficas, desde diferentes puntos de vista, algunos anárquicos o cargados de escepticismo, frente a la razón final de la existencia.
Manifiesta Bertrand Russell en “Los problemas de la filosofía” que «la filosofía, aunque incapaz de decirnos con certeza cuál es la verdadera respuesta a las dudas que suscita, es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre…» El hombre, entonces, necesita conocer, pensar, reflexionar y hacer; y en esa interacción, aprende y enseña.
El niño comienza a adquirir conciencia de sí mismo, de los demás, de su entorno. A medida que amplía su poder de captación y de respuesta al mundo exterior, el proceso se hace transitivo. Sus intereses salen de la esfera vital y biológica y comprende el concepto y la dinámica de existir y el diálogo eterno del hombre con el hombre. La motivación mueve a pensar, sentir, actuar,
dialogar con uno mismo y el entorno. Y a aprender el manejo constructivo del conflicto (Ana Ma. González Garza, “El niño y la educación”).
Gracias a la escritura, el ser humano transmite mensajes que perduran en el tiempo. En el paso de ese tiempo, aprendió que puede aprender. Que todo él es objeto y sujeto de aprendizaje inagotable. De hacerse y rehacerse. El reto actual ya no es sólo aprender nuevos conocimientos; es autogestionar cómo comprender la realidad, qué hago con los conocimientos, cómo selecciono los que son de utilidad para mí, cómo los incorporo a mi persona, cómo hago para no extraviarme en la Era de la Información [excesiva], cómo penetro en la diversidad universal del conocimiento de las cosas tangibles e intangibles.
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