Comentábamos en la entrega anterior, sobre el libro “El amanecer de todo”, de David Graeber (antropólogo) y David Wengrow (arqueólogo), Ariel-Paidós, México, 2023, quienes después de una serie de reflexiones sobre el tema de la desigualdad social en el transcurso de la historia conocida y documentada, van sobre dos grandes personajes de la Edad Moderna: Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau.
En ese acomodo desde la prehistoria y la huella que dejó en las formas de asociación, relación y convivencia previas a la conformación de las sociedades posagrícolas, se ha hecho un pensamiento común que los grupos humanos eran pequeños, sin problemas de organización ni conflictos sobre la propiedad privada. Queda la duda sobre si así ocurrió realmente.
Influidos por la historia cristiana sobre el Edén, donde la gente vivía en una especie de inocencia, rota por el pecado original, se justificó en parte la voracidad del género humano que, queriendo ser como dioses, fueron castigados. J.J. Rousseau, en su Discurso sobre la desigualdad, examina el proceso de transformación del “hombre natural” en hombre social, y la aparición de la desigualdad entre los seres humanos, con cierta metáfora relacionada con la historia cristiana.
La versión popular de esta historia relata que, cuando el ser humano era cazador-recolector, vivía en un estado de prolongada inocencia en pequeños grupos, disfrutando la armonía con la naturaleza, sin conocer la propiedad privada ni la desigualdad; pero tras la Revolución Agrícola y el surgimiento de las ciudades, la feliz existencia llegó a su fin y apareció la civilización y el Estado con sus cargas tributarias, de represión, límites a la libertad, hacinamiento, marginación y desigualdad, que se vieron incrementadas por la avaricia de la mayoría de los gobernantes y sus afanes de poder. El hombre es bueno por naturaleza, pero se corrompe en la convivencia con la sociedad en que vive.
Para Graeber y Wengrow esto es una burda simplificación, a pesar de que muchos círculos sociales, e incluso académicos, lo miran como un proceso espontáneo y natural y, por lo tanto, posible. Aquel que busca alternativas a esta visión, hallará que lo contrario lo plantea Hobbes en lo que ha sido, de alguna manera, el fundamento de la moderna teoría política: el hombre es el lobo del hombre.
Los seres humanos son egoístas, así que la vida en aquel estado de naturaleza original no pudo ser del todo inocente. Como citamos la semana pasada, en el capítulo 13 de Leviatán, dice: “La vida del hombre [era] solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve”. Básicamente un estado de guerra de todos contra todos. Dicen los hobbesianos, que si la situación ha mejorado un poco, se debe a los mecanismos represivos de los que se quejaba Rousseau: gobiernos, tribunales, policía, leyes.
El motor que movía a los antiguos “grupos pequeños” era la supervivencia. Gran parte de las primeras comunidades agrícolas estaban relativamente libres de rangos y jerarquías y muchas de las primeras ciudades del mundo se organizaban en torno a líneas igualitarias, sin necesidad de gobiernos totalitarios. Bastante información en este sentido ha ido apareciendo en todas partes y obliga a un replanteamiento bajo una nueva luz. La intención del libro citado es unir estas piezas para alcanzar nuevas proposiciones sobre la historia y el origen de la desigualdad.
Esta desigualdad escapa del control, pues son consecuencia del abismo cada vez más grande entre los que tienen y los que nada tienen. Es un desafío a las estructuras de poder globales, que no encuentran una solución profunda del problema, ni tampoco quieren ceder parte de sus privilegios.
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