En la ola de euforia que envolvió el éxito de la secuenciación del genoma humano, a principios del presente siglo, se generó el sentimiento de que, por fin, el hombre había alcanzado el sueño ansiado de conocerse a sí mismo. Y en gran medida esa utopía se hace realidad, pero en manos de un grupo privilegiado donde no entra la gente común como usted y como yo, tal vez porque queremos alcanzar ilusiones ancestrales sin esfuerzo personal.
Pero conocerse a sí mismo no es sólo conocer la materia. No es sólo saber de qué estamos compuestos, cómo estamos organizados, qué puede curarse o tratarse, qué alterarse, y lo más importante quizá: hasta dónde puede modificarse la herencia genética para recrearse, rehacerse, superar las deficiencias transmitidas por los antepasados. Esto lo estudian las ciencias biológicas, las ciencias de la medicina.
Pero el ser humano tiene otro compuesto que la ciencia aun no puede atrapar: la mente y su prodigiosa capacidad de pensar, razonar, inferir, comparar, aprender, crear, imaginar, y decenas de etcéteras esperando ser exploradas. La neurociencia, como ciencia médica, nos explica procesos de la mente humana y las áreas específicas donde se desarrollan, estímulos artificiales que pueden alterar los comportamientos y un universo interesante esperando también ser explorado.
Pero la mente la tienes tú, y seguramente no quieres que sea manipulada por extraños. Sin embargo, si no la cultivas, lo será. No necesitas entrar a un laboratorio, ni que te coloquen en la cabeza artefactos sofisticados de tecnología avanzada. Sólo basta que te digan, que te sugieran, que te insinúen, que veas, que oigas, que consultes, que uses artefactos comunicativos, que elabores ideas basadas en fuentes dudosas o tendenciosas, si tú no elaboras tus propios pensamientos y no te esfuerzas por comprender.
Cultivar la mente requiere saberes, es cierto. Pero demanda mayor y persistente esfuerzo, tú esfuerzo personal. De lo contrario vives a la deriva, como hoja impulsada por el viento, con destino caprichoso, empujada por fuerzas ajenas, sin metas ni objetivos para ser y para vivir, sin que implantes tu sello de quién eres, qué quieres ser, cómo quieres vivir, cómo quieres pensar, cómo puedes dominar tus
impulsos, qué tanto aspiras a ser mejor para ti, para tu familia, y cultivar una relación sana y productiva con los demás.
Hay filosofías de vida para todos los gustos, para todos los temperamentos, para todas las visiones del mundo que nos rodea. Pero hay cosas que no se pueden soslayar, que aquí y allá no se deben olvidar: vivimos en núcleos colectivos donde todos necesitamos de todos, y en donde cada quien debe respetar a los demás en la medida que aspire a ser respetado.
En este momento parece que hacemos de lado lo primordial, cuando comprobamos que somos tantos habitantes como jamás habían existido. Y la frase histórica de Sócrates parece cobrar mayor vigencia en la medida que parece más olvidada: “Conócete a ti mismo”.
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