Gilberto Nieto Aguilar
Conté la vez pasada que yo no estaba de acuerdo en correr una aventura en San
Pedro tan desvelada y peligrosa, como los jóvenes enamorados del lugar me
sugerían. Opté por la vía franca y, al final, no resultó nada de lo que yo pensaba.
Al regresar de las vacaciones de navidad, nos invitaron al Curato, a una comilona
por no recuerdo qué motivo. Llegó mucha gente de la población y mis ojos quedaron
prendidos de una hermosa adolescente que no había visto antes. Vestía un trajecito
azul y blanco, de marinero. Su rostro era bello y su mirada dulce. Delgada sin ser
flaca, de tez blanca, quedé encantado con sólo mirarla.
El señor José Carreón, padre de Mina, era un labriego que vino a refugiarse en la
población porque dejó cuentas pendientes por no sé qué razones en la ranchería
donde antes vivía. La escopeta siempre estaba cargada, cerca de él, en tanto se
restablecía de las heridas.
Los rumores corrían por el poblado. Con la intención de platicar con ella la esperaba
en el bosque, cerca de donde cargaban el agua para llevar a las casas, y luego la
acompañaba un pequeño tramo, intercambiando frases incompletas, apresuradas,
sin ilación, evitando encuentros con otras personas para protegerla de los rumores.
“Imposible”, pensé.
— ¡Le van a decir a mi papá! —comentaba con angustia.
Ante tantos obstáculos pensé en llegar a su casa, sin sospechar que la pequeña
población desaprobaba mi actitud. Mi atrevimiento era mucho, pero más que nada,
el quebrantamiento de un orden, el rompimiento de una costumbre añeja y heredada
desde siempre.
Esa tarde me decidí, en contra de las recomendaciones de Héctor, mi compañero
de trabajo, a caminar hasta la casa de Mina para hablar con su padre:
— Señor Carreón, vengo con la intención de conocer a su hija, de que nos tratemos,
si usted me da su consentimiento. Me gusta y quiero pedirle su permiso para platicar
con ella, aquí en su casa.
El señor Carreón seguramente ya sabía que yo la pretendía. Con toda amabilidad
escuchó mis argumentos y señalando a Mina dijo en tono prudente:
— Si la muchacha quiere, yo no tengo inconveniente. Convénzala usted.
El primer paso estaba dado a mi modo. «Nada de madrugadas ni riesgos
innecesarios. La trataré a mi manera para conocerla, sin compromiso formal»,
pensé con terquedad. Ahora, en la distancia y ante el recuerdo de esta escena, creo
que ser profesor de la comunidad valió para no ser corrido a balazos de la casa del
señor Carreón. 48 años después, el mundo es diferente.
Para mi desilusión la relación siguió caminos inesperados, muy diferentes a los que
imaginé. Debió ser algo inusual para ella y para los padres, puesto que cada noche
que fui pasamos momentos muy poco románticos, incómodos, sin nada qué
decirnos, en un ambiente estirado y formal. Aquella situación apagó el deseo y
comprendí que mi terquedad no podía contra el estatus social y la tradición.
Junto al padre Carmelo, casi para terminar el año escolar, un amigo me contó,
imitando la voz estentórea de don José Carreón, lo que éste había dicho entre tos
y carcajadas:
—El hijo de la chingada del maestro se rajó cuando se enteró de que aquí, al pedir
a una muchacha, tiene tres meses cuando mucho para casarse con ella.
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