Esta historia de mis apuntes sucedió en el ejido Adalberto Tejeda, Municipio de Hidalgotitlán, en medio de la selva, de donde hice alusión la semana pasada. Me contó mi joven amigo:
«Tomaba mis alimentos en la casa de don Alejandro, quien sin saber leer y escribir tenía una gran filosofía de la vida. Su casita estaba en lo alto de una loma desde donde se veía, allá abajo, la escuela y la casa del maestro. El comedor tenía una ventana que daba hacia la escuela y desde allí contemplamos varias veces el paisaje, al caer la tarde. Una noche me dijo, filosófico, como era su estilo:
—La casita se mira triste. Como que le hace falta algo ¿No cree?
—Luz y agua— le contesté de inmediato.
—No. Tiene su lámpara de gas y el agua está muy cerca. Le falta alguien con quen platicar, para que no se sienta muy solito. Alguien que le haga compañía…
—¿Se acuerda que le conté que me iba a traer a una muchacha que conocí en Hidalgotitlán? Vive en Mundo Nuevo, allá en Coatzacoalcos…
—¡Pero pos cómo la conoció! No es una mujer de fiar. Usté no se puede arriesgar a tráir a cualquiera. Al rato le sale con una tarugada y cómo queda usté.
—Esos riesgos siempre van a existir. Son parte de la vida…
—Sí, pero no hay que buscarle. Mire, le propongo que se traiga a mi sobrina Esther. Es una güena mujer. Estoy seguro que acetará encantada.
—Todavía no quiero compromisos, don Alejandro. Por eso me quería traer a aquella muchacha, así nada más, sin mayores obligaciones…
—¿Y si le pegaba un hijo? ¿Lo iba a abandonar? Usté no se me hace de esos.
—No. Tiene razón. Por eso desistí. La busqué, no la encontré y después ya no insistí.
—Usté puede agarrar una parcelita, ya se lo han dicho en las juntas ejidales. Tener unas vaquitas, unos puerquitos… Al principio yo se los puedo cuidar mientras usté le agarra el modo. Además, su casita va a quedar re bien, ya lo verá. Nomás le falta la compañera...
Conocía a su sobrina y la soledad es mala consejera. Pero pensar que me proponía quedarme indefinidamente en aquel lugar, olvidar mis aspiraciones de estudiar algo más y de conocer otras formas de vida, me hizo reaccionar. No. Definitivamente no era ése mi destino.
Pensé una respuesta que no le pareciera una descortesía o un menosprecio. Le dije:
—Mire don Alejandro. El mes que entra termina el ciclo escolar. Después de entregar la documentación de fin de año al Inspector, me voy para el norte, a Ciudad Victoria, porque voy a estudiar. En agosto regreso y entonces platicamos nuevamente sobre este tema. ¿Qué le parece?
—¿No tendrá quen lo esté esperando por allá?
Sonreí. Le contesté con la mayor inocencia posible:
—No. Por el momento no tengo a nadie que me espere.
Me miró con cierto desencanto, pero yo gané tiempo. Personas muy buenas que, conforme a sus costumbres, intentan “acomodar” a su familia. Pero yo, por mi parte, no podía echar en saco roto las aspiraciones para una vida futura. Definitivamente yo no era para este lugar, aunque me pareciera agradable la convivencia con todas estas familias».
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