Casi para concluir la segunda década del siglo XXI, la sociedad necesita un paréntesis, una pausa para reflexionar la pertinencia de encontrar formas para promover los valores y que éstos puedan practicarse en la educación formal. Muchos me dirían que la sociedad ya los contempla y que los programas escolares los contienen.
En la última década del siglo XX Europa intentó rescatar los valores con un enfoque práctico, dialógico, consensuado socialmente. La escuela catalana (Pablo Latapí) es un ejemplo de ello, con nombres como el de María Rosa Buxarrais, Miquel Martínez Martín, Josep María Puig y muchos otros más. La educación moral (entiéndase como la educación sobre los valores que se practican en la sociedad) es uno de los aspectos que llena varios textos legales a los que se circunscriben las actividades sociales y escolares.
El objetivo ha sido conseguir que la formación moral laica tenga un papel relevante en el conjunto de actividades educativas en las escuelas, en concordancia con la sociedad. Mauricio Beuchot (Arriarán y Beuchot, “Virtudes, valores y educación moral”, UPN, México, 1999) considera que en la década de los noventa la filosofía estaba retomando el tema. El concepto de virtud vuelve al campo de la epistemología como virtud intelectual, y al campo de la ética como virtud moral o práctica, combinando la escuela catalana de valores en España y algunos autores de la UNAM en México (p. 11).
Según Teresa Yurén, citada por Samuel Arriarán en el mismo libro, “la modernización educativa no puede ser concebida simplemente como una subordinación a las necesidades del capital y la eficientización de las instituciones educativas en detrimento de la calidad formativa de la educación, sino que se debe pensar la dimensión de la eticidad”. Algo similar asevera Armando Rugarcía cuando dice que no se concibe a la educación sin valores.
La educación acusa el impacto del Neoliberalismo con una influencia que nos ha llevado a niveles increíbles de privatización y deformación. Chile, que ha servido de modelo en los países de América Latina, no ha podido escapar a esta nefasta influencia dado que las tendencias han sido las mismas en todas partes: excesos en la libre empresa, libre circulación y libre competencia del liberalismo antiguo o clásico.
El canibalismo capitalista, más encarnizado que nunca, “siguiendo el modelo del tacherismo y las orientaciones teóricas al estilo de Milton Friedman y de los Chicago boys” (Arriarán, pp. 6 y 69), ha sido el capitalismo extremo que nos lleva hacia el consumo y el hedonismo como sentido de vida, con valores mercantilista, utilitaristas, consumistas, individualistas, abonados por la globalización que los expande y los renueva.
Es el mismo modelo que ahoga al trabajador y que lleva a un gobierno, especialmente negligente como el nuestro, a ser omiso a las responsabilidades cuyos recursos y reservas ha desviado o desaparecido. Que quita prestaciones a los trabajadores, somete a los sindicatos, favorece el enriquecimiento de grupos y particulares y les otorga todo tipo de privilegios a la empresa privada nacional e internacional.
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