Después de la jubilación, o cuando se reconoce cabalmente la vejez, ocurren una serie de cambios más o menos drásticos que si no se saben manejar adecuadamente pueden ocasionar consecuencias molestas que terminen con las expectativas de vida y el sentido de la existencia, si no pueden adecuarse a las nuevas condiciones y disfrutarlas. Cada etapa que vivimos tiene sus bondades.
Como dije la semana pasada, mi pasatiempo favorito es escribir las historias que escuché o que me fueron contadas, que viví o que me enteré en algún lugar. Los sucesos que simplemente quedaron en mi memoria para siempre. Por lo menos, para mi propio “siempre”, si hemos de atender la relatividad de esta palabra. Los primeros recuerdos que tengo son de la casa de mis padres, a la orilla del río Pánuco, donde mi niñez fue feliz, como sucede cuando sólo vivimos, y no hay angustias ni problemas. Ésos los vivían mis padres.
En mi adolescencia los recuerdos se agolpan. Tomo conciencia de mí y del mundo que me rodea. Las preguntas llegan desde mi interior. En esa época carecen de importancia los sucesos cotidianos si los comparo con el torbellino de sentimientos, ideas, conceptos, pensamientos, introspecciones, sensaciones y percepciones para interpretar la vida que me ronda. Creo que para la mayoría de los seres humanos estos años son determinantes en el posterior transcurrir del tiempo.
Fue la etapa en que fui descubriendo el mundo, comprendiendo la vida, perdiendo esa enorme ingenuidad infantil para interpretar cuanto me rodeaba, rayana en la estupidez y la mojigatería. Fue un hermoso despertar lleno de eventos inquietantes, confusos, dolorosos, como habría de ser la vida en lo sucesivo frente a un mundo que me parecía poco sensible, indolente e injusto. Pero la curiosidad por descubrir qué somos, quiénes somos, a dónde vamos, a dónde podemos llegar, qué capacidades podemos desarrollar, qué límites tenemos para ser y conocer, proporciona alegría.
Bien visto, la mayoría son sueños y fantasías de una mente que quiere volar sin alas, correr sin piernas, hablar sin lengua, mirar sin ojos y escuchar sin oídos. Pero se desconoce lo que hay que hacer. Se vive la quimera de ser lo que no es y estar donde no debe, y luego se sufre la cabal comprensión del hecho. Me volví tímido. Al contrario de hoy, en aquel entonces temía a las multitudes.
Sentía desgranarse lentamente las semanas y los meses sin aclarar las ideas que se agitaban en mi cerebro. No podía desentrañar su significado ni entrever algún mensaje de lo que podría depararme el destino. Mientras tanto, vivía en mi mundo ideal, aislado de los demás. Era un muchacho distante, introvertido, que dejaba pasar las cosas, en apariencia, sin darles importancia.
Fue la época de las indefiniciones, de la rebeldía, de las inquietudes por saber la importancia de vivir esta vida, de dudar de la existencia de Dios, de repudiar la perversidad humana, de llorar la injusticia y la pobreza, de querer conocerlo todo, abarcarlo todo, experimentarlo todo. Y estos desasosiegos los compartí con mis amigos, allá, en el pueblo que me vio nacer.
gilnieto2012@gmail.com |
|