A decir de Cyril Aydon (1911), citado en el artículo anterior, en la década de 1840 la revolución industrial en Europa estaba en su apogeo, generando inmensos beneficios para los dueños de las fábricas y sus aliados financieros. Muy poco de la riqueza producida por la próspera industria, llegaba a los bolsillos de los obreros, que vivían y trabajaban en condiciones deplorables. Esto alimentó la brecha entre ricos y pobres acentuando cada día las desigualdades no sólo en materia económica, sino también en lo social, cultural, racial, político y religioso.
Una década más tarde, se produjo lo que algunos historiadores señalan como la segunda revolución industrial que se extendió hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. Significó que los avances tecnológicos y científicos se volvieron más complejos y salieron de los territorios del Reino Unido, expandiéndose a Francia, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Japón y más tarde al resto de los países occidentales explotándose la producción en masa, cadenas de montaje, nuevas fuentes de energía como el petróleo y la electricidad.
En este lapso, Engels y Marx se conocieron e iniciaron un largo proceso de análisis de la propiedad de los medios de producción y las relaciones existentes entre los dueños del capital y los trabajadores, vaticinando que la avaricia y la competencia desaparecerían de la faz de la Tierra. Su análisis se centró en mejorar las condiciones de los trabajadores. Simultáneamente, las naciones europeas buscaban nuevas fuentes de materias primas y pusieron sus ojos en África. El mundo seguía cambiando vertiginosamente.
Yuval Noah Harari, “De animales a dioses”, Ramdom House, México, 2019, p. 275, nos pone un ejemplo interesante sobre el impacto de estos cambios: imaginemos que un campesino español se duerme en el año 1,000 d.C y despierta 492 años más tarde. Los marineros que subían a bordo de las naves de Colón le hubieran resultado familiares y se habría sentido como en casa. Los cambios en tecnología, costumbres y fronteras políticas no fueron bruscos.
Pero imaginemos a un navegante de Colón que durmiera en uno de sus viajes y despertara 500 años después. Estaría atónito en un mundo extraño, fuera de su comprensión. Un mundo diferente en todos los sentidos. Ni siquiera el idioma le sería del todo comprensible. En ese periodo surgió un crecimiento acelerado y sin precedentes del poder humano.
De 1850 a 1880 el ferrocarril y el barco de vapor lograron reducir de modo radical la duración de los viajes. Alemania, Estados Unidos y Japón se convirtieron en actores internacionales de primer orden. La utilización de abonos, colorantes químicos, materiales explosivos, y avances en la medicina supusieron un importante progreso. Se perfilaron los primeros esbozos de globalización.
Los inventos durante este periodo fueron fenomenales: el motor a explosión, el automóvil, el telégrafo, el teléfono, la bombilla incandescente, el cinematógrafo, el fonógrafo, la radio, el avión. Sin la energía los cambios no pueden ser trascendentales, así que al vapor y a la industria del gas, se unieron el petróleo y la electricidad.
Pero los inventos renovadores apenas comenzaban a perfeccionarse. Con estos elementos se puede hablar de una tercera revolución industrial hacia mediados del siglo XX, cuando convergen las nuevas tecnologías y los nuevos mecanismos de obtención de energía. Un proceso multipolar que, con el desarrollo de las tecnologías de la comunicación y la Información, da lugar al término “Sociedad de la información” o “Revolución de la Inteligencia”. El hombre común tiene a su alcance más información como nunca antes había reunido, pero se siente más perdido e inseguro como jamás lo había estado.
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