Somos una generación que vio finalizar un siglo apocalíptico y concluir un milenio rodeado de leyendas, mitos y supersticiones. Un milenio que dejó un saldo humanitario más bien pobre, a pesar de la revolución francesa y la revolución industrial. Nos dejó el encuentro entre dos continentes y dos mundos, terminando de manera arbitraria y salvaje con la desaparición de uno de ellos, sin intentar siquiera comprenderlo.
Un milenio que sufrió la peste y provocó sangrientas luchas por hacer valer a sus dioses y doctrinas por encima de cualquier otra creencia. Un milenio que a la mitad vivió un renacimiento que poco a poco lo sacó de su aletargamiento, pero que en algún momento posterior perdió su origen y se creyó superior a Dios y a la naturaleza, tal vez golpeado por la idea de que la Tierra no era el centro del universo, que descendíamos del mono y no de Dios, y que los mortales ni siquiera éramos dueños de nuestros comportamientos, siempre influenciados por la mala crianza y los instintos incontrolados.
Un milenio que le ofreció a la humanidad la oportunidad de trascender a través de la lectura y los conocimientos al alcance de cualquiera, con la invención de la imprenta. Un milenio que en sus últimas décadas aun no comprendía que no pueden existir razas superiores, que las ideas de un pueblo no tienen por qué imponerse a otros, y que cada uno de ellos es libre de tomarse sus tiempos y gobernarse a sí mismos.
Un milenio que dejó un saldo gigante de analfabetos a pesar de la evolución rápida de la imprenta, de personas anodinas que no quieren aprender, que odian pensar por sí mismas y que sólo son imitadores de los ídolos falsos de cartón, ídolos cargados de dinero, dueños de las tierras, empresarios que les dan trabajo, oradores que usan la persuasión para sus fines personales, tiranos o dictadores y, en los últimos años, productos de una imagen mediática que penetra hasta lo más profundo del cerebro, enajenando y alienando sus conciencias.
Triste condición del ser humano, de llegar al mundo y nunca preguntarse a qué vino o qué hace aquí; qué hacen los demás y qué puede hacer él. Que se pregunte por la armonía de este mundo. Por saber si está predestinado o puede liberarse como Juan Salvador Gaviota lo hizo desde las extensas playas de su imaginación, contra las burlas y falta de aceptación de sus iguales.
Que cuestione si nació para ser sólo un reflejo de los demás, o goza de libertad para buscar nuevos caminos que conduzcan a sitios no explorados. Que se pregunte si existen límites para aprender o si este estado es infinito e ilimitado. Si puede poner muros a su naturaleza indefinida e indeterminada, y si puede controlar su crianza y su herencia genética a través de comprenderse y aprehender el mundo y la vida.
Preguntarse cuál es su potencial no explorado o si de plano se hunde en el sentimiento no pensado y su vida nace y termina con noches lujuriantes de farra y bohemia, con una vida de holganza, un dejar pasar las cosas pues al fin algún día habremos de morir y nada será nuestro ni nada nos llevaremos. Si se han adueñado de la idea de que el mundo no vale nada y para qué preocuparse por lo que no tiene remedio ni ofrece esperanzas.
Pero no todo es así, ni tiene que serlo. Preguntémonos cuál es el mundo que hemos recibido y cuál será el que le dejaremos a nuestros descendientes. La opción más común es ignorar todo lo negativo y enfocarnos en los aspectos refrescantes y positivos que unas cuantas personas han logrado a través de la historia. Ver un mundo mejor y negar el peor. Esperar lo que suceda sin preguntarnos qué podemos hacer desde nuestra condición, es lo que han hecho miles de millones de personas todo el milenio pasado.
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