Al menos desde 1993 el concepto de trabajo en el aula sufrió en el papel oficial –en los planes y programas de estudio–, un cambio y una transformación importante. Sin embargo, el peso de la costumbre, los hábitos, la tradición expositiva y el control del grupo, muy arraigados desde el positivismo hasta el conductismo (más de cien años en México), no fue fácil que cedieran paso a las nuevas propuestas.
En aquella reforma nunca se habló abiertamente del desarrollo de habilidades ni del constructivismo, como si mencionarlos fuese un acto degradante. Tal vez el equipo técnico nacional no estaba suficientemente convencido que éste fuera el camino para transformar la educación en México, pero es obvio que fue un gran salto a la modernidad.
Sin embargo, la inmensa mayoría de los docentes no cambió su práctica en el aula. Sólo incorporó en su vocabulario la nueva terminología. Esto ha sucedido en cada reforma educativa que se ha implementado: se manejan en el discurso los conceptos pero no se aplican en el salón de clase en ninguna de sus formas, “ni procedimental, ni actitudinal, ni evaluativa”. Muchos aspectos han continuado igual. El cambio da pereza o miedo.
La capacitación (en cascada) ha sido un problema sin resolver, pues no llega de manera adecuada a la mayoría de los docentes. Aun cuando exista la posibilidad, por alguna oculta resistencia, no se aprovecha este potencial. Un magisterio que no se actualiza año con año no puede ofrecer una transformación social. Pero eso no es todo, no basta con eso. La educación requiere de los padres, de los medios, de la sociedad, de la estructura administrativa, de la jerarquía de mandos, de los tres ámbitos de gobierno.
Aunque abortada la reforma 2017, todavía paseará sus preceptos por las aulas hasta junio de 2021. Dicha reforma se realizó de una manera muy forzada y presurosa. Los tiempos se agotaban y fueron muchos los errores que se cometieron por esta razón. El tercer componente, Autonomía Curricular, fue un desastre porque en la Fase 0 se le dio un enfoque muy interesante que al siguiente año, en la implementación, hija de la improvisación, la prisa y la divergencia, dejó muchos cabos sueltos y desvirtuó el enfoque original.
La reforma de AMLO igual se percibía apresurada, obligada y hasta excluyente. Se dijeron muchas cosas y se temía algún desaguisado. Sin embargo, no había prisa y se permitieron un espacio para el análisis, la reflexión y revisión de lo existente y
lo por venir, invitando a maestros, padres, académicos e interesados en el tema educativo a aportar ideas para la construcción de la nueva propuesta curricular, aunque es obvio que el sustento principal ya está definido.
Tanto la familia como la escuela son agentes de transmisión cultural y de cambio. Para ello necesitan alguna forma de vinculación que vaya un poco más allá de los acuerdos de buena fe. Algo que se extienda a la sociedad y en lo que coadyuven los medios para fortalecer la política que el Estado establezca. Sale sobrando decir que la SEP y sus filiales deben compartir y trabajar consensos, enfoques, proyectos, sin exclusión ni autoritarismo. Un poco difícil.
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