—A San Pedro harán tres días a caballo. Pero si no quieren cabalgar, pueden regresarse a Uruapan y tomar desde allí una avioneta que los lleve a la comunidad. Cobra cien pesos por persona y en 50 minutos cruzan la Sierra Madre del Sur y llegan a la población— nos dijo el inspector escolar.
Habíamos hecho un largo recorrido de Morelia a Colima y de allí a Coahuayana para buscar al Inspector Escolar, Jesús Instilar Saucedo. Él atendía en El Ranchito, dos horas sobre terracería rumbo a Aquila, siguiendo el curso de la costa. Los paisajes del mar azuloso y esmeralda desde los acantilados eran de ensueño, y los morros mar adentro le daban un encanto especial.
Héctor Gálvez y yo nos miramos perplejos, pensando en la inaccesible lejanía de aquel lugar, mientras el Inspector se dirigía a Isaac Fernández para darle su orden de presentación a La Parota, tres horas más allá de nosotros. Aquello era el retiro de la civilización. Pero en fin, «allí nos necesitan y allí estaremos» nos dijimos para darnos ánimo.
Por otro lado, viajar en avioneta me emocionaba. Era una posibilidad que jamás había pensado siquiera por casualidad, así que emprendimos el viaje de retorno con destino a Uruapan, en un recorrido de más de 20 horas en autobús. La mañana era tibia y despejada cuando, nerviosos, llegamos al aeropuerto regional. Nadie quiso desayunar ni tomar nada, por temor a marearse y a las nueve abordamos la avioneta.
Cuando avistamos el improvisado campo de aterrizaje, unos chiquillos corrían espantando las vacas que estorbaban el descenso. Entre tumbos, la avioneta rodó por tierra y bajamos con las piernas temblorosas. Este primer viaje aéreo nos dejó una sensación de vacío provocada por la altura y el vaivén de los vacíos de aire. Vimos a un señor alto y delgado portando una escuadra .38 al cinto y una retrocarga al hombro, así que hacia él nos dirigimos pensando en que era la autoridad del lugar.
—Hola. Somos los nuevos maestros de la escuela primaria.
El señor nos observó intrigado, como queriendo preguntar que a él qué le importaba el hecho.
—¿Usted es la autoridad del lugar? —preguntamos.
—No. El Jefe de Tenencia es Don Procopio Alvarado. A él lo encuentran en su oficina, allá en el pueblo.
Vaya sorpresa. —«¿Qué cargo tendrá este amigo? ¿Será un Ranger?»— bromeamos.
Don Procopio era un señor simpático, bajito, que exhibía con timidez una escuadra .22 como símbolo de su autoridad y nos dio una calurosa bienvenida. Era el jueves 16 de septiembre de 1971. La población festejaba la Independencia en el amplio patio de la escuela. Había música, baile y “café con piquete”. Otros jugaban volibol. Nos llamó la atención ver que la mayoría de los varones estaban armados.
Recorrí las instalaciones del plantel. La escuela no tenía baños, el cercado caído, el edificio de adobe (ladrillo sin cocer) estaba sin repellar, el techo de teja a punto de venirse abajo y el piso polvoso. Recordamos nuestra escuela madre, la Normal Rural de El Mexe, Hidalgo, y la teoría escolar.
Pero éramos un par de jovencillos con ganas de trabajar, sin experiencia, pero con el ánimo y la imaginación dispuesta.
Preguntamos dónde dormiríamos y nos dijeron que arreglarían la casa del maestro en un par de días, pero que mientras deberíamos dormir en la cárcel de la Jefatura de Tenencia. La habitación improvisada era un lugar inhóspito, lleno de chinches. Pero a esa edad, y con la filosofía transmitida por la escuela Normal, no había nada más que decir que ponernos a trabajar.
La escuela madre, y con ella la teoría escolar, quedaba a muchos cientos de kilómetros, en el lejano Valle del Mezquital, allá en El Mexe, Hidalgo. Enfrente estaba la realidad en todo su esplendor.
Preguntamos por el lugar en que dormiríamos y nos dijeron que arreglarían la casa del maestro en un par de días, pero que mientras tanto deberíamos dormir en la cárcel de la Jefatura de Tenencia. La habitación improvisada era un lugar inhóspito, lleno de chinches, en el que nos hospedamos durante una semana, mientras arreglaban la casa del maestro.
El profesor municipal dijo, en tono sarcástico: “No se preocupen, vales. Sólo será unos días”.
La verdad es que ni nos quejamos. A esa edad y con la filosofía transmitida por la escuela Normal, no había nada más qué decir que ponernos a trabajar. Era la hora de demostrar lo que habíamos aprendido en la escuela, pero también —y eso no lo comprendíamos aun con claridad— de poner en juego nuestro sentido común, la facultad de adaptarnos a las circunstancias y la capacidad de resolver los problemas
conforme se nos fueran presentando. Con el tiempo, hasta podremos intuirlos y prevenirlos. Ahora éramos individuos independientes, sujetos a nuestras fuerzas para abrirnos paso en el mundo que habíamos decidido hacer nuestro.
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