Cuando la vida se mira a la distancia, en retrospectiva, se comprende lo corta que suele ser. Y es triste reconocer que la llenamos de vanidades, frivolidades, inmadurez, tonterías sin sentido y muchas veces de desamor y odios. Me decía un profesor, al final de los años cincuenta, que vigilara lo que entra a mi cerebro y cuidara lo que sale de mi boca. “Esto te ayudará a ser lo que quieres y te permitirá relaciones de afecto con los demás”, me dijo.
Sabias palabras que comprendí muchas décadas después, porque así solemos ser los humanos: no escuchamos la voz de la experiencia ni el consejo de la sabiduría. Preferimos vivir nuestra propia experiencia entre tropiezos y descalabramos y no acogemos la sabiduría de los años, ni la introspección, ni acostumbramos la reflexión de lo que hacemos y sentimos. Es inteligente quien aprende de su propia experiencia pero es sabio aquel que aprende de los demás.
Desde que existe la escritura, es inmensa la filosofía sobre la existencia que los grandes pensadores nos han legado, abarcando los campos necesarios e indispensables del saber, desde los principales puntos de vista que mueven la conciencia. Pero casi toda esa filosofía está olvidada. Cada persona se siente única, envuelta en una soberbia que la pierde, que le hace desaprovechar de los demás lo que puede ayudarle a vivir. Conduce su vida con desdén hacia el pasado, con desprecio al presente, añorando los sueños de un futuro impredecible y quizá irrealizable.
Peor aún: no sabe ni se preocupa por comprobar si sus fuerzas lo capacitan para llegar hasta donde sueña, porque no vive el presente, que es el único momento que puede prepararlo para ello. Lo desperdicia en forma miserable junto con el tiempo, un recurso no renovable que el hombre no toma en cuenta hasta que percibe que se agota.
El anciano recuerda. Con ello, la vida se recrea y toma nuevos significados. La vida es interpretación, es descubrir el sentido de las señales, de las palabras, de las historias. La vida no se muestra literal, ni siquiera por la naturaleza. Tampoco es literal lo que dicen los sabios que han alcanzado estadios superiores de agudeza y
penetración, porque si hablan literal cambiarían lo grandioso por la simpleza y se perdería la esencia del esfuerzo, la comprensión, la interpretación, la emoción y la motivación.
En algún momento de la vida –quizá la adolescencia–, se nos revela nuestra existencia como algo muy propio, intransferible, personalísimo. Nadie puede vivir por nosotros, nadie puede pensar por nosotros. Tenemos que enfrentar nuestra vida; construirla, construyéndonos y dominándonos a nosotros mismos. En apariencia estamos solos, entre el mundo y nuestro yo. Es nuestra responsabilidad, compromiso y tarea. Es el destino que heredamos como humanos, y entonces comprendemos que la vida es tan corta… y al mismo tiempo tan extensa. Jamás, hasta el último aliento de vida, dejamos de aprender, como parte de la naturaleza humana que nos marca desde niños.
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