El cuerpo combate los virus que lo infectan y lo dañan, aunque no siempre tiene éxito y puede morir en el intento. Esto último ocurre con el planeta. Hay quienes queriendo desviar la atención de este problema, aseguran que La Tierra logrará el equilibrio natural que la mantenga a salvo. No les preocupa la biodiversidad, los ecosistemas desgastados, el calentamiento global, la deforestación, la contaminación y desecamiento de lagunas, ríos y mar, los deshielos polares, la capa de ozono ni la extinción de las especies. Nosotros somos el virus que la está matando.
Somos un virus destructivo que abunda por todos los confines del orbe, inconsciente, egoísta, de vista corta, de inteligencia obnubilada que busca comodidades, lucros y ganancias económicas a costa de la preservación de la vida. No piensa en las futuras generaciones (sus hijos y su descendencia) ni en la extinción de su propia especie. No asume que la vida debe continuar.
Durante 77 años la humanidad ha estado sometida a la amenaza latente de una guerra nuclear. Y en esos años se ha destruido gran parte del ecosistema desapareciendo con ello varias especies que ayudan a mantener el equilibrio de la vida planetaria. Los grupos de poder están convencidos de que son un dios omnipotente y creen que han dominado a la naturaleza, recreado la vida y sometido los efectos tempranos de la muerte. En la locura de unos cuantos, ha caído la humanidad entera.
Las grandes empresas multinacionales (también las nacionales y regionales) han hecho de La Tierra un gran basurero y se han apropiado de sus recursos naturales explotándolos sin más límites que su voracidad de ganancias y poder. Han corrompido a la ciencia y a la tecnología para que sirvan a sus propósitos e ignoren o dejen de lado el beneficio a la humanidad cuando éste no les deja cuantiosas ganancias económicas.
Junto con los gobiernos de los países poderosos, han manipulado el pensamiento de las masas humanas para que piensen como ellos quieren; es decir, que crean que el lujo y la comodidad son valores superiores a la vida y la supervivencia. Les han hecho creer, mediante la cultura extendida del consumismo, que eso es lo que logra el progreso, la civilización avanzada, el estilo de vida superior.
Para ellos, la formalidad en las decisiones gubernamentales es lo más importante. No vale el grito de alerta de científicos honestos que miran el camino torcido del
progreso. No interesan las opiniones subjetivas de la gente que exige políticas de desarrollo sostenible. Saben que al final, no pueden las palabras luchar en igualdad de condiciones contra los gobiernos cegados ante el deslumbrante resplandor del oro.
La prudencia es aplastada por la demencia de unos pocos y la enajenación de grandes masas, a quienes hacen pensar que así están bien las cosas porque necesitamos una civilización moderna. Nada dicen de las consecuencias de las malas decisiones de los gobiernos y de la voracidad que atesora el dinero en muy pocas manos y lo circula para mantener el estatus que permite la explotación inmoderada de la naturaleza y la acumulación de capital. El riesgo de contaminar y agotar al planeta pone en grave peligro la continuidad de la vida. Este es un mal que México comparte con el mundo entero.
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