Lo que voy a contar me lo dijo un amigo, un humilde servidor público, hace unos 10 años. Supervisaba una extensa área de trabajo, atendía audiencias, mediaba en los conflictos y problemas, apoyaba programas y proyectos, canalizaba demandas de necesidades, administraba recursos humanos, trataba de ser innovador al organizar una extensa red por toda la entidad, concertaba con los sindicatos asuntos laborales, capacitaba personal, recorría las provincias para estimular a los trabajadores y fortalecer las estructuras de mando medio, representaba a sus autoridades superiores en la localidad y fuera de la capital, cumplía y hacía cumplir los contenidos de reglamentos, circulares, acuerdos, oficios y memorandos, muchos de ellos elaborados con la finalidad de justificar cargos y sueldos voluminosos, sin sentido práctico y por lo tanto innecesarios para darle mayor eficiencia al sistema de la administración pública. Al menos, eso me dijo él.
Este iluso funcionario vivía estresado y con razón. Sabía “leer” el ambiente político que le rodeaba y se preocupaba constantemente porque en la dependencia de trabajo solía identificar distintos grupos de poder que sólo se preocupaban por salvaguardar sus propios intereses, a costa de los intereses de la institución, que al final se ve afectada en la eficiencia y eficacia de los servicios públicos.
Puestos como el que ocupaba nuestro personaje, surgen de una promoción interna; es decir, no pueden ser propuestos los “cazachambas” o los comodines políticos de ocasión, por lo que aquellos que los ocupan sean tenido a menos y les convierta en indeseables para los grupos que “asaltan” las dependencias a cada cambio de gobierno sexenal. Por eso reforman el Reglamento Interior de la Secretaría, para reducir sus facultades y acotar sus determinaciones, llevando la función pública a una contradicción, porque por un lado ellos conocen la estructura y el corazón del universo bajo su responsabilidad atendiendo los problemas de primera instancia, y, por el otro, los convierten en simples intermediarios con facultades restringidas para tomar decisiones.
Su posición, a pesar de la importancia de lo que allí se ventila, termina siendo un puesto de fantasía, un producto de las contradicciones del sistema, con muchas exigencias, muchas trabas y dobleces para su desempeño –candados, dirían algunos– y pocas facilidades y gratificaciones que le permitan salidas reales hacia la satisfacción y cumplimiento del encargo.
Ahogado en un mundo burocrático de simulaciones y discordancias, lo alenté diciéndole que si no se adapta a tan grotescas condiciones, la renuncia sería lo mejor, pues además es trabajador de base y no se quedará sin empleo. Mi amigo adujo algunas justificaciones y razonamientos extraños, con constantes alusiones a compromisos que le restan movilidad para tomar sus decisiones personales. Confieso que no logré comprenderlo, por lo que terminé diciéndole que lo mantenía en ese puesto un oculto afán de poder, aunque él me haya dicho lo contrario. Ejercitar el poder suele ser como una droga, le dije, y ejerce tal fascinación que les hace aguantar y realizar cualquier cosa con tal de sostenerse allí.
Continuará…
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