Continuando con el mismo autor (Peter Watson, “Ideas”) vemos que la búsqueda de las leyes de la naturaleza humana tomaron dos vertientes: desde el punto de vista físico y desde el punto de vista moral. El siglo XVIII estudió el cuerpo, los sentimientos, las sensaciones, la forma en que la mente actuaba sobre el cuerpo a través del sistema nervioso (lo que hoy estudia la neurociencia). Algunos todavía buscaban la posible ubicación del alma. Thomas Willis y su libro “La anatomía del cerebro y los nervios” (1664) contribuyó en gran medida a desplazar la sede de las pasiones del alma y del corazón, para el cerebro.
Era difícil el arte de exponer ideas científicas que se contrapusieran con las ideas religiosas, pero sin parecer ateas. La Mettrie y “El hombre máquina” (1747) son un ejemplo de este conflicto. De ese traslado del alma a la mente surge la idea moderna de «yo» como algo que emerge desde adentro y que puede desarrollarse. La frontera entre animales y humanos tuvo que ser replanteado en el contexto de la identidad y desde la fisiología.
Desde Edimburgo, capital de escocia en Gran Bretaña, surgen celebridades intelectuales como David Hume, Adam Smith, James Hutton, Williams Robertson, Adam Ferguson y Hugh Blair que enseñaron a Europa cómo pensar y hablar en los ámbitos del conocimiento que se expandía por el siglo XVIII: «la conciencia, los propósitos del gobierno civil, la composición física de la materia, el tiempo y el espacio, las acciones correctas, lo que une y separa a ambos sexos» (Watson, p. 851). Las relaciones entre el alma y la psicología recibieron un tratamiento especial en lo que se conocía como filosofía moral.
El estallido de la Revolución Francesa y su recreación intelectual extendida, habían concentrado las mentes más brillantes de la época en la inestabilidad política y en los abusos del despotismo, la nobleza y el alto clero, con sus anacrónicas creencias de superioridad por nacimiento y ejercicio por designio de Dios. R. Malthus y sus principios sobre la población, J. Stuart Mill, autor de los “Análisis de los fenómenos de la mente humana” (1829) y las ideas de T. Hobbes y J.J. Rousseau respecto a las relaciones del hombre con el hombre, también se discutían con fervor doctrinal bajo los dictados de la razón.
La idea de una forma de vida de Occidente, en oposición a la de Oriente, también surgió en el siglo XVIII. Montesquieu publicó “El espíritu de las leyes” (1748) con una visión en la que resultaba evidente que el mundo social tenía regularidades y
ritmos, no estaba gobernado por el ciego azar y que era posible descubrir las leyes de la conducta social humana (Watson, p. 865).
La última forma en que el siglo XVIII se aproximó a las leyes de la naturaleza humana, fue con el surgimiento de la historia académica. Dice Watson que tanto “El siglo de Luis XVI” (1751) escrito por Voltaire, como la “Historia de Inglaterra” (1754) por David Hume, «cuestionaron el papel atribuido al cristianismo dogmático como motor del cambio histórico». Precisamente en la década de 1750 surge la concepción no dogmática de la historia (p. 865).
Este siglo XVIII tuvo, finalmente, el gran acierto de iniciar los primeros intentos de aplicar el método científico y el enfoque de las ciencias naturales como el conocimiento cierto de las cosas por sus principios y causas, para estudiar al hombre mismo, contrarrestando el dogmatismo que había prevalecido por siglos con ideas que la población en general aceptaba como ciertas, sin pasar por la lupa de la reflexión y en análisis libre.
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