La naturaleza (¿Dios?) dispuso la existencia de los seres vivos para cumplir un ciclo de vida y una función en el ecosistema y el hábitat en que nacen. Son y se desempeñan conforme lo que fueron al nacer: león, ardilla, hormiga. No hay cambios en su genética conductual. Pero en los humanos la cuestión es diferente. Su genética conductual es abierta, aunque igual que los demás, nacen y mueren, en un equilibrio a punto del colapso.
Los seres vivos están en armonía con los ecosistemas. Con el tiempo aparece el veleidoso homo sapiens para convertirse en una plaga letal. La civilización creada por ellos comienza a separarse de la naturaleza, a destruir los ecosistemas, amenazando la continuidad de la vida. Ellos no son durante su existencia nada de lo que parecen al momento de nacer.
Son seres inacabados, sin programación genética determinada, indefinidos, a lo cual ellos llaman “libre albedrío”. Ese libre albedrío pudiera ser la diferencia maravillosa, pero casi nadie entiende qué es, cómo se ejercita, qué se puede lograr con él, hasta dónde puede concertar compromisos colectivos, abrir espacios de oportunidad y alcanzar estadios superiores de conciencia y de humanidad.
Por el poder de transformación de la naturaleza, han llegado a creerse genios, sabios y hasta dioses. Piensan que serán adorados muchos siglos después de su muerte, pero sólo es una vana ilusión de su estupidez, su engreimiento y su soberbia. Al morir, casi todos se pierden en el olvido mientras el mundo sigue girando como si nada. ¿Cuántos miles de millones han pasado por esto?
Mientras el hombre pensante no alcance un estadio superior de conciencia, será sólo una plaga peligrosa y sofisticada que destruye sistemáticamente a la naturaleza y al planeta, a la vida y a la posibilidad de continuar el ciclo ad infinitum. Algunos son curiosos e inquietos –dos virtudes– pero la ambición los domina y no utilizan su inteligencia para saber qué, para qué, cómo, por qué y cuáles son las consecuencias de lo que hacen con lo que inventan.
Transita y va por la vida sin saber qué busca, qué espera. Sin conectarse a la naturaleza para servirla y ayudarse de ella, en concierto amoroso con la vida y su continuidad. Extraviado sin un destino y una finalidad concreta y clara, devienen las desviaciones, los extravíos. Durante muchos siglos ni siquiera supo de su neuroanatomía funcional, su sistema nervioso, sus hormonas, su comportamiento.
Desdeña el desarrollo del cerebro y la conducta construida a lo largo de la vida, la lucha por hacerse dueño de sus emociones y sentimientos y la coordinación de la mente con el cuerpo. Sus mecanismos neurales le dan grandes perspectivas biológicas para la memoria y el aprendizaje, pero en muchos casos no se interesa.
Contadas eminencias han alcanzado una conciencia plena de su naturaleza y sus capacidades. El mono pensante vivió conforme la naturaleza; pero al evolucionar comenzó a dominar el mundo natural y el divorcio comenzó a producirse. Está a tiempo de repensar seriamente el camino de lo que llama progreso, para no destruir lo que parece olvidado en su euforia futurista: su propio ciclo de vida y permanencia en el planeta.
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