La lectura del libro “La vida eterna”, del filósofo – escritor español Fernando Savater provoca inquietudes de diversa índole, bien porque versa sobre concepciones religiosas donde cada lector se ubica en su particular posición o también en razón del enfoque filosófico que le otorga a la temática misma. Siendo un neófito en la materia y sin querer meterme en honduras sólo pretendo externar algunas ideas sobre la necesidad de que todos los seres humanos debemos comportarnos a la altura de las circunstancias en el ámbito moral, más allá de las diversas posiciones idealistas y respetando a todos los seres que disienten y son denominados escépticos o materialistas – dialécticos.
Desde que era chico mi madre Guillermina me reiteraba que me portara bien, que no afectara con mi actitud o hechos a otras personas. Al preguntarle las razones de mi recomendación – mientras observaba que vecinos de mi edad eran malosos y procedían de manera inapropiada con sus compañeros de infancia – mi progenitora tranquilamente me enfatizaba que el buen comportamiento es reconocido y que el que actúa en tal sentido le irá bien en la vida o al menos no sembrará conflictos; en cambio el ser pernicioso, ventajoso u ofensivo, más temprano que tarde, recibirá su coscorrón o castigo. Considero que todos anhelamos un mundo de fraternidad, donde tanto creyentes como no creyentes, amalgamen pensamientos o sentimientos de mejoría general y de proyección humanitaria.
Lo que enfrenta a los seres humanos son sus flaquezas morales, sus ambiciones mezquinas, sus egoísmos y sus banalidades. Lo deseable es que como comunidad pensante retomemos el rumbo de la tolerancia y nos identifiquemos con civilidad, entereza y humildad. El Homo Sapiens del siglo XXI es el mismo en todas partes, tanto en América como en el resto del orbe y todos estamos expuestos a los dictados de madre naturaleza. Más que pensar en una existencia de ultratumba, bien valdría la pena que nos pusiéramos a reflexionar en el valor de la vida terrena, la que se desarrolla día a día ante nuestros ojos, a efecto de mejorarla para nuestros inmediatos y para nosotros mismos; asimilar que si unimos propósitos, podemos tener un escenario diferente al actual en nuestro planeta.
Nadie debe pensar en un premio por portarse bien; hay que proceder con sentido ético en todo momento y con ello estaremos como personas y como colectividad aportando algo extraordinario al momento que nos ha tocado vivir. Si tomamos como nuestros faros de conducta principios y valores reconocidos por todos, estaremos en el contexto de una existencia buena que nos redituará singulares dividendos. Así, la verdad, la bondad, la justicia, la lealtad, la tolerancia, la honestidad y la ecuanimidad tendrán el lugar que merecen y no se ameritará angustiar a los individuos para que se porten de manera correcta, porque de no hacerlo – según las consejas - recibirán un terrible castigo y se incinerarán en los “apretados infiernos”. Soy de la idea de que esta época, de los avances tecnológicos y de los descubrimientos científicos, es propicia para vislumbrar la existencia con sentido vital y optimista; no debemos anclarnos en el pasado medieval ni apoyarnos en las supersticiones ni en los mitos; hay que tomar en cuenta a la ética valorativa como pertinente respaldo para encauzar el comportamiento humano.
Las circunstancias presentes demandan de los hombres y de las mujeres conductas honestas, ofreciendo la cara a las situaciones complicadas y entendiendo que una sociedad envuelta en falsedades sólo produce sujetos temerosos, acríticos y también fanáticos. Una madre a su hijo le indicaba: “Haz el bien por la siempre alegría de hacerlo. No esperes la recompensa, porque todo lo que hagas con interés te producirá lo contrario de lo que deseas…”
Bien lo expresó Albert Einstein, el genio de la física: “Sólo hay dos formas de vivir tu vida: una es pensar que nada es un milagro; la otra es pensar que todo lo es”… Con el complemento siguiente: “No trates de convertirte en un hombre de éxito sino en un hombre de valores, de ideales”.
Atentamente
Profr. Jorge E. Lara de la Fraga
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