Jorge E. Lara de la Fraga.
De antemano hago un reconocimiento a todos los educadores y docentes que cotidianamente cumplen con responsabilidad y eficiencia su labor profesional, encauzando a los niños y adolescentes para que logren sus objetivos y se desenvuelvan debidamente, aún en medio de las limitaciones materiales y económicas que prevalecen en las instituciones públicas. Hay múltiples ejemplos de planteles ubicados en los centros urbanos y en las áreas rurales donde operan espacios educativos de manera conveniente, con la participación optimista y afán de servicio de docentes que en verdad se ponen la camiseta y ofrecen lo mejor de sí. Hoy aludiré a ciertos especímenes que no deberían estar en las aulas deformando y lastimando a esas nuevas generaciones; me referiré a los individuos con vestimenta de profesores que son verdaderos psicópatas en el terreno de los hechos y que en lugar de sembrar ilusiones en los infantes, “los aplastan” en su individualidad, en su autoestima y en su confianza con los demás.
Si se efectuara una encuesta entre escolares del nivel básico sobre el comportamiento de maestros amargados y resentidos, de seguro encontraríamos casos lamentables ocurridos en determinados centros escolares y en aulas de nuestro país, donde entes enfermos con problemas de personalidad vuelcan su enojo o frustración hacia los seres vulnerables que están bajo su encomienda. Personas maduras recuerdan con sentimiento negativo a esos individuos temidos y odiados por los escolares que actuaron con prepotencia y que todavía gozaron del respaldo de los directivos. En lo personal rememoro a un patán que se ostentaba como maestro de educación física y que era agresivo, verbal y físicamente, con los adolescentes y jóvenes de una secundaria y de un bachillerato técnico. O también ese catedrático de matemáticas que, sin agredir verbal o de manera material, operaba como un castigador o fiscal implacable reprobando al casi 90% de los muchachos del curso, para después instrumentar talleres o cursos de regularización, impartidos por él, para embolsarse emolumentos adicionales.
Recuerdo que hace un tiempo observé un video deleznable donde un pseudo-encauzador de edad cercana a los 50 años golpeaba con una palmeta a sus párvulos cuando ellos no cumplían a satisfacción sus tareas. Especialmente parecía gozar cuando lastimaba a las niñas, mismas que lloraban ante la sanción física y además eran maltratadas por el sádico, jalándoles el cabello con brutalidad. Deseo que imágenes como esas sean sancionadas por las autoridades respectivas, con la ventaja de que en la actualidad es más común -por lo menos en las zonas urbanas- la presencia de video cámaras en las aulas. Actualmente hay normativas contra el maltrato infantil y en varias latitudes y naciones se prohíbe terminantemente el uso de algún tipo de castigo corporal o trato humillante en el ámbito educativo; en esas normas se preconiza que el castigo degradante es “cualquier trato ofensivo, denigrante, desvalorizador, estigmatizante o ridiculizador” utilizado en los
centro escolares, toda vez que “los menores, sin exclusión alguna, tienen derecho a un justo y buen trato que implica recibir cuidados, afecto, protección, socialización y educación no violenta…”
No puedo dejar de mencionar que lamentablemente existen profesores o catedráticos que proceden de manera discriminatoria o inequitativa con sus subordinados; a unos los premian o los reconocen en demasía, más allá de sus potencialidades; a otros los exhiben negativamente ante los demás y los marginan injustamente para efectuar determinadas actividades. En tal contexto, un congruente educador amerita propiciar que todos sus alumnos se sientan triunfadores, que logren sus metas particulares. El educando solicita y demanda más incentivos o estímulos que críticas destructivas; dependerá en mucho de la sensibilidad y del tacto del educador promover buenos resultados en sus alumnos y con ello el fortalecimiento de la autoestima en cada una de sus incipientes personalidades. Tanto la sociedad como la escuela tienen que auspiciar una educación cimentada en los principios de los derechos humanos, así como favorecer una convivencia donde confluyan el respeto, la igualdad, la tolerancia, la inclusión y la paz.
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Atentamente.
Profr. Jorge E. Lara de la Fraga |
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