Jorge E. Lara de la Fraga.
Otoño es acaso la estación especial y más poética… “Emana melancolía y nostalgia. Las noches se alargan y los días se van más pronto cada tarde. La bruma esparce un silencio venido de ultratumba. Los pensamientos vuelan al encuentro de los difuntos amados y el espíritu se pregunta qué insensato significado tiene ser para cesar de ser…” Esos dos días iniciales del penúltimo mes del año son “períodos de guardar”, por ello el pasado 2 de noviembre me trasladé hacia ese Huatusco de mis nostalgias, arribando de manera inicial al Cementerio Municipal donde la frase lapidaria de Díaz Mirón (Ferrando) nos avasalla: “Postraos, aquí la eternidad empieza y es polvo vil la mundanal grandeza”. A mi paso encontré y saludé a paisanos, colegas, amigos, conocidos y familiares; era un abigarrado contingente en un día soleado que avanzaba en un sentido y en el otro, portando flores, corazones, adornos y arreglos florales para sus seres queridos. Me conmovió estar en ese recinto porque rememoré a estimados contemporáneos que fallecieron hace algunos ayeres y a otros que se nos adelantaron recientemente.
Cumplí con el periplo y el ritual, depositando las ofrendas a mis antepasados, procediendo en similar sentido con los consanguíneos idos de mi compañera existencial, de Rosa Aurora. En medio de las tumbas y del fervor humano existente, me envolví en la bruma del pretérito y añoré esas vivencias infantiles y adolescenciales experimentadas en esa región de las Grandes Montañas; afloraron a mi retentiva las excursiones campestres efectuadas por La Ventura, Casa Blanca, Pajaritos, Tenejapan, Azol y La Cuchilla, donde varios de los mozalbetes de la escuela primaria retozamos por la colinas, cortamos guayabas y naranjas, nadamos en el río y la poza, además de jugar con un balón de futbol o con una pelota de beisbol, pertrechados con unos sabrosos pambazos, memelas caseras, tacos y agua fresca. Fueron momentos inolvidables, con energías a plenitud y buen apetito, a la mitad del siglo XX, donde nosotros los infantes carecíamos de las presiones de la vida moderna y gozábamos a plenitud de la convivencia.
Por ese sendero de las reminiscencias hago mención que allá por el periodo 1950-1952 viví con mi familia en una casa rentada a la señora María Ruíz, esposa de Pedro Pardo, ubicada en la avenida 2, entre las calles 4 y 6, donde un tiempo después estuvo una oficina de teléfonos de México y hoy opera una negociación de aparatos electrónicos y de otros productos. En ese tramo de avenida y alrededor de la manzana jugaba, con los compañeros de similar edad, al trompo, al balero, a las canicas; empinábamos papalotes y palomas, además de corretear a plenitud por esas rúas poco transitadas. Entre los vecinos de esa época que vislumbro en mi memoria recuerdo a los integrantes de la familia Ferto, al policía Don Patricio Moreno, al maestro peluquero Andrés Ameca, al señor Manuel Lobo, a los señores Adrián Rueda, Vicente Guzmán, Isaac Vásquez, José Acosta, al profesor Enrique
Maldonado y a su esposa la señora Auxilio, así como a las hermanas Hernández, a la señora viuda de Vivanco y a su hija Graciela, al señor Joaquín Contreras, a la Chata Bonilla, a la familia Barojas y a la familia de los adolescentes Nardo y Argelio, colegas míos de aventuras diversas.
A tono con los recuerdos gratos, destaco que en el año de 1955 se celebraron en el terruño cafetalero las Bodas de Diamante de la localidad, cuando tenía apenas 13 abriles de edad y pude presenciar programas culturales y eventos diversos engalanados por la asistencia de autoridades estatales y federales, así como con la presencia de luminarias y personajes de la farándula, invitados por el genial caricaturista Ernesto García Cabral, el inolvidable “Chango”. Así pude ver de cerca en tal ocasión a Mario Moreno Cantinflas, Agustín Lara, Pedro Vargas, a los cantantes Alejandro Algara y María Luisa Landín, al torero sensación Carlos Arruza, al intelectual (filósofo) Leopoldo Zea, al periodista Manuel Horta y a los moneros (caricaturistas) Freyre y Guasp.
En nostálgica imagen del pretérito también reseño lo que aconteció el 17 de febrero de 1945 en el Teatro Solleiro (según versión de mi tía Cecilia de la Fraga), donde se presentó el drama en dos actos denominado “La única luz”, con la intervención de entusiastas artistas aficionados de la localidad que se esmeraron al máximo para cumplir con profesionalismo su parte dramática. Participaron los paisanos Ezequiel Vásquez, Gloria Moreno, Joaquín Torres, Heriberto Hernández, Cecilia de la Fraga, Josefina Lacayo y Leopoldo Rebolledo. El Público ocupó los espacios disponibles y disfrutó de una extraordinaria velada. Los asistentes aplaudieron estruendosamente y el telón principal del Teatro proyectaba a todos el mensaje impreso: “Con risa y llanto, gracia y artificio, ensalzo la virtud y condeno el vicio”.
Concluyo este comentario con unos versos del versátil coterráneo Leopoldo Rebolledo (el famoso Güero), que con gracia e ironía expresó:
“En mi pueblo los muertos
no conocen la dicha
de saberse sagrados
como todos los muertos,
y es que tanto lloramos,
y pedimos al cielo por ellos,
que los pobres regresan penando
por culpas ajenas.”
“En mi pueblo, ¡quién pudiera
borrar esta mala costumbre!,
los velorios se vuelven
convenciones de chismes placeros;
se revive a los muertos
y se mata a los vivos,
se derrumban las honras
y se roban objetos…”
ATENTAMENTE
PROFR. JORGE E. LARA DE LA FRAGA |
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