Las circunstancias y vivencias personales me permitieron asimilar desde edad temprana que en México había un partido político que no conocía las derrotas, que a pesar de las resistencias e inconformidades de la ciudadanía y de los adversarios imponía sus decisiones inapelables. Así fue en las décadas de los 40 y 50, cuando intervinieron como candidatos de oposición Almazán y Henríquez Guzmán, donde mi padre Julio Lara Reyes (de oficio herrero-mecánico) intervino con entusiasmo y optimismo, abrevando después con amargura su desencanto e impotencia. Sin querer fui testigo de su tristeza una noche del año 1952, ante la caída de “su gallo” (H. Guzmán), de la muerte de henriquistas en la barranca de Chocamán y de la represión brutal del 8 de julio de ese año en la Ciudad de México contra los valientes manifestantes de la Federación de Partidos del Pueblo (la FPP), cuando exteriorizaban inconsistencias y fraudes cometidos en tales comicios presidenciales. Ahí me comprometí moralmente con mi progenitor de que lucharía en el futuro para cambiar las cosas, siendo apenas un alumno del tercer grado de primaria y con 10 años de existencia.
Durante mis estudios de secundaria (sexenio ruizcortinista) no permanecí ajeno a la problemática social y política y simpaticé a la distancia con las luchas reivindicadoras de los campesinos, de los obreros, de los ferrocarrileros y de los maestros. Leía en periódicos y revistas que artistas, intelectuales y luchadores sociales eran privados de su libertad por sus ideas y acciones en contra del gobierno, violando flagrantemente sus garantías individuales. En el sexenio 1958-1964, durante la administración de Adolfo López Mateos y pese a su fama de singular estadista, él cargó sobre su conciencia el abominable asesinato del dirigente campesino Rubén Jaramillo y de sus familiares cercanos, así como la acumulación de presos políticos en Lecumberri (Siqueiros, Campa, O. Salazar, Vallejo, Rico Galán, Lumbreras, etc.). Fue legítimo y justo que tal político no lograra una distinción internacional, tal como eran sus anhelos (Unesco, OEA u ONU). Ya como alumno normalista, con un grupo de conocidos y paisanos, nos solidarizamos con el pueblo cubano en su lucha revolucionaria y además levantamos nuestra voz –vía carta abierta- contra las injusticias, corruptelas e infamias perpetradas en México bajo el amparo del poder gubernamental y de su instituto político hegemónico. Para colmo de males se avizoraba (en 1964) la sucesión presidencial y la figura siniestra de Gustavo Díaz Ordaz ensombrecía el panorama de nuestra patria.
Esa segunda parte de la década de los años 60 fue clave y definitiva en mi conciencia y formación social-comunitaria; deduje que México podría ser un mejor país siempre y cuando se pusiera en operación un cambio real a las vetustas estructuras institucionales, en un marco de participación ciudadana, de procesos democráticos sin cortapisas y en pro de un proyecto nacional de desarrollo. Eso soñaba y deseaba, pero la cruda realidad me golpeaba y me despertaba. El PRI seguía siendo el astro rey y los otros partidos reconocidos sus fieles aliados o sus comparsas; algunos grupos disidentes, entre ellos el Partido
Comunista, operaban en la clandestinidad. No existían contrapesos legítimos y el Presidente de la República fungía como el monarca absoluto, controlando a los poderes legislativos y judicial, disponiendo de un fuerte sistema de seguridad policíaco para investigar, sancionar, martirizar o desaparecer a los disidentes, todo con el aval del dócil instituto sociopolítico –heredero supuesto de la gesta revolucionaria de 1910-. Pero no hay enfermedad que dure 100 años ni enfermo que la aguante o padezca, así reza el dicho popular y tal situación se cristalizó, en el caso que nos ocupa, toda vez que el llamado “milagro mexicano” se empezó a desdibujar, después de 30 años de vida (de 1940 a 1970).
Así, un grupo de audaces jóvenes guerrilleros (comandado por el profesor Arturo Gámiz y el doctor Pablo Gómez) asaltó el 23 de septiembre de 1965 el cuartel militar establecido en Ciudad Madera, del estado de Chihuahua, muriendo en el intento todos los insurrectos. Es el primer brote bélico de inconformidad (en el México contemporáneo) contra un régimen caduco y antidemocrático. Después los médicos residentes e internos efectuaron movilizaciones en pro de mejores condiciones para desarrollar sus labores, por salarios justos y por prestaciones legítimas; la respuesta oficial fue negativa y varios galenos terminaron encarcelados. Ya en 1968 el Movimiento Estudiantil “pone a temblar al sistema” a lo largo de dos meses y días, presentándose la infausta masacre del 2 de octubre (Plaza de las Tres Culturas) en Tlatelolco, donde los jóvenes sólo demandaban libertad, justicia, paz y democracia. Nuestro país fue otro después de ese acontecimiento brutal y espeluznante. Para muchos de nosotros (algunos habíamos participado en la provincia, respaldando al CNH y enarbolando las peticiones y consignas del Frente Pro Libertades Democráticas) como ciudadanos, el incierto devenir nos señalaba dos opciones para transformar al país y mejorar las condiciones del conglomerado: luchar por la vía pacífica y electoral o disponerse a emprender por la vía armada la encomienda del ansiado cambio.
Pocos se aventuraron en la difícil lucha guerrillera y otros –como un servidor- adicionamos nuestros ideales y empeños en partidos de oposición; milité en el PMT, PMS y en el PRD, en medio de riesgos, “golpes bajos”, sarcasmos, represalias y amenazas, durante más de 30 años. Hoy soy miembro fundador de Morena, a mucha honra y deposito mi confianza en Andrés Manuel López Obrador para reorientar con justicia, democracia, honradez y dignidad a nuestra Nación, a fin de que nunca más retornemos al México corrupto, injusto y depredador del pasado. Ya no más gobiernos espurios ni administraciones mojigatas de doble moral, mucho menos “despeñaderos” vergonzosos y financieros.
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Profr. Jorge E. Lara de la Fraga. |
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