Jorge E. Lara de la Fraga
Algo muy personal. Allá en mi tierra nativa, en ese Huatusco siempre mágico y verde, se escenificaron varios acontecimientos interesantes, algunos de renombre y de interés general y otros de carácter intrascendente pero vinculados a familias del lugar y a personas que establecieron relaciones en ciertas etapas de su existencia. Aquí me referiré a la amistad de dos niñas que asistieron al colegio particular existente y disfrutaron de períodos agradables de convivencia por esos años de la década segunda del siglo XX. Ambas eran de familias acomodadas, vivían en funcionales inmuebles y carecían de los apremios y dificultades de la gente pobre. Se visitaban recíprocamente y así como Guillermina invitaba a su casa a María, ésta agradecía a su colega con fiestas en su domicilio.
El tiempo inexorablemente transcurre y tales infantes se transformaron en jovencitas y después en “chicas casaderas”. Esos afectos inculcados en la niñez y en la juventud se fueron desvaneciendo poco a poco. Las circunstancias diversas apagaron en definitiva la conexión emocional de Guillermina y María al casarse cada cual en los inicios de los años 40. María se desposa con un español acaudalado, de nombre Pedro y Guillermina une su existencia, con amor fervoroso de por medio y a pesar del rechazo de su padre y el enojo de sus hermanas, con un muchacho íntegro, de clase humilde y de nombre Julio, emprendiendo los dos una aventura complicada en el contexto de esas costumbres tradicionales que juzgaban impropio el enlace de un pobretón con una muchacha virtuosa, de buenas costumbres y además con cualidades artísticas singulares. El amor se impuso al dinero y a las comodidades; Guillermina asimiló con entereza las críticas y sufrió en silencio el comportamiento de sus seres queridos. Para colmo de males, su señor padre (Don Ernesto) decidió no entregarle un inmueble destinado a ella, la mayor de la parentela, aduciendo -sin fundamento- que dicho bien podría ser vendido por ese advenedizo individuo que carecía de recursos. Así, la nueva pareja requirió alquilar espacios habitacionales a lo largo de casi 12 años para alojar a una creciente y progresiva comunidad familiar, compuesta por los progenitores Julio y Guillermina y el rosario de descendientes que alcanzó el número de nueve.
En la segunda parte de la década de los años 40, allá por 1948, entra un servidor en escena, con 6 años a cuestas y siendo el primogénito de ese clan heterogéneo que vivió durante más de una década en diversas casas alquiladas de la localidad. Recuerdo las características de algunas de ellas, pero otros espacios físicos de nuestro peregrinar constante se escabullen de mi retentiva senil. Lo que aflora a plenitud es lo que aconteció en uno de esos inmuebles y en una de esas noches tormentosas y lluviosas del mes de julio o agosto, en el año de 1949, cuando tenía 7 primaveras de existencia y mis hermanos menores fluctuaban entre los 5 y 2 años de vida (Virginia, Julieta y Julio). Los cuatro niños y nuestros padres nos alojábamos en ese entonces en una vivienda ubicada en la avenida dos, propiedad de una señora potentada de nombre María, la antigua amistad de mi mamá Guillermina, una hábil y avariciosa “casateniente” que rentaba cuartos y locales que albergaban a por lo menos 10 familias, mismas que ocupaban una cuarta parte de la manzana donde nosotros vivíamos.
En esa noche infame, de lluvia constante, la mayor parte de las viviendas aludidas se inundaron porque la mencionada “casera”, dama identificada como fervorosa creyente apostólica y hermana de un sacerdote, tuvo la malvada ocurrencia de destechar buena parte de ese patrimonio inmobiliario, con el fin de ahuyentar a sus inquilinos para satisfacer proyectos futuros mejor remunerados. Múltiples fuimos las víctimas y varios los “fugaces damnificados”, pero a la fecha, después de 71 años, no olvido tal felonía y si bien no guardo rencores obtuve de tal experiencia una enseñanza importante: “la amistad es muy difícil que persista y en múltiples ocasiones se imponen los intereses personales. Además, la ingratitud siempre está a la vuelta de la esquina”.
Retorno a esa “vivencia torrencial” y como en un sueño-pesadilla” me veo en la cama grande y alta de mis padres (las de nosotros eran más bajas), al lado de mis tres fraternos y circundados por una singular “alberca”, como efecto de la tromba o el vendaval inusitado. La inocencia de una de mis hermanas era sorprendente: se distraía con un juguete en el agua, semejando un barco, sin tener en consideración el peligro y el nivel del líquido que rebasaba fácilmente los 25 centímetros de altura. Olvidé mencionar que mi papá y mamá estaban ausentes por razones que hasta el momento desconozco y que ese cuarto donde dormíamos estaba más abajo de donde se ubicaba la cocina y el comedor; es más, tenía un quicio con escalones, para ascender o descender. Era de noche y un foco de poca potencia hacía menos tétrica esa “escena lacustre” doméstica.
Mis progenitores llegaron azorados como a las 9 o nueve y media de la noche y nos llevaron al domicilio de unos amigos que nos dieron calor y cobijo durante el emergente momento; mi padre lanzó diatribas y ofensas contra la infame dueña de la propiedad y amenazó con demandarla ante las autoridades. Ignoro o desconozco detalles sobre el particular, pero en mi caso también saco a colación que recibí mi reprimenda por no pedir auxilio a tiempo, exponiendo a mis consanguíneos, especialmente al más chico, que para ese entonces tenía únicamente 2 años y se caracterizaba por su hiperactividad y osadía. Después de la tempestad vino la calma; a los dos días de ese diluvio inolvidable nos trasladamos a otro domicilio más modesto y cercano al lugar donde operaba el taller de herrería de mi añorado padre, de ese “Vulcano“ vigoroso de la era contemporánea. En otro momento, haré una reseña de ese recinto ubicado en la calle “que lleva” a los viandantes hacia la localidad de Ixpila y donde estudiaba por la noches, con el auxilio de un candil rústico que en cierta ocasión me sirvió para matar a un pequeño animal incómodo (a un alacrán). Pero esa será otra historia.
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Atentamente.
Profr. Jorge E. Lara de la Fraga |
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