Este retiro físico necesario e involuntario, como consecuencia del virus maligno que nos acosa, me permitió revisar comentarios pasados y encontré (2018) lo siguiente: Día domingo por la tarde en el altiplano y el inquieto individuo no ha recibido ningún mensaje telefónico ni tampoco una señal de algún colega por la vía digital. Revisó los periódicos, escuchó las noticias del día y tuvo la oportunidad de ver los titulares del viernes y del sábado pero no encontró alguna referencia a su persona. Pareciera no existir y sufre en solitario los días y las horas. Baja de su recámara para comer los alimentos esmerados y deliciosos que le confecciona una amable señora, con la cual poco dialoga porque dicha servidora tiene la encomienda de proceder con respeto, tal como ocurre con el chofer que únicamente compra los artículos de la casa y las provisiones alimenticias. De poco vale, en tales circunstancias, una hermosa residencia con prados y con todas las comodidades, si los familiares cercanos al dueño viven en sus respectivas casas.
El infeliz ex-gobernante recuerda con emoción las épocas doradas, cuando era recibido con alegría por colegas, compañeros, políticos y personajes de las finanzas. Se daba el lujo de no asistir a eventos, pues bien sabía cómo quedar bien después y hasta obtener estupendos dividendos si en una de esas ceremonias fastuosas prometía cosas y servicios, aunque en el futuro no cumpliera con su palabra. Disponía de recursos y dinero para transitar a cualquier lugar y se regodeaba ante sus “cuates” indicándoles que hacía buen uso del “pinche poder”, cumpliendo sus caprichos de toda índole con sólo ordenarles a sus súbditos de confianza. Eran memorables -para él y sus compinches- sus francachelas, comilonas y excesos carnales. Los licores, vinos y viandas exquisitas, así como las acompañantes femeninas de singular presencia, eran el pan nuestro de cada tarde o noche orgiástica, todo –claro- con el dinero del pueblo.
Ahora, el taciturno sujeto vivía de sus recuerdos y de esos “resplandores fatuos” donde intervenían en sus ensoñaciones especímenes vulgares, mentirosos, demagogos, cobardes y traidores. Nadie de ese ejército de rufianes, que antes le festinaban sus ocurrencias y bromas, lo frecuentaban ni se dignaban a enviarle siquiera una tarjeta de agradecimiento o un aviso de su actual domicilio y ocupación. El desierto podría ser más grato que esa oscuridad y soledad que arrastraba cotidianamente como pesadas cadenas tal elemento, con el agravante de que acusaba achaques del páncreas, dolores de cabeza, arritmias y problemas de locomoción.
A la atormentada mente de ese ser se agolpaban interrogantes como las siguientes: ¿En verdad era tan inteligente y extraordinario, como lo decían sus auxiliares?, ¿fui en mi época el salvador de mi pueblo en momentos de emergencia y de fuertes inundaciones?, ¿por qué fui vitoreado y reconocido hasta en el extranjero por mis gestiones audaces y ahora pareciera que nunca hice nada o existí, o sólo es el desvarío insomne de un ente enajenado?, ¿ocupé realmente muchos cargos; fui diputado, senador y gobernador?, ¿quién me podría contestar varias de mis dudas, inquietudes e incertidumbres?.
Ya a las 19 horas, una vez cayendo el día por esos meses frescos de octubre y noviembre, el infeliz Fidencio “M” (nombre clave del personaje de la historia) se refugiaba en su recámara para escuchar música, ver una película o disfrutar una serie de T.V. Odiaba la oscuridad porque era el preámbulo para supuestamente dormir y “reponer
energías”, sólo que para él representaba tal período el lapso de angustias, pesadillas y de recuerdos indeseables de su vida pública. Tal cúmulo de malos sueños y vivencias aberrantes eran pesados fardos para su estructura corporal, que cada vez acusaba menor peso, ausencia de apetito, dolores de cabeza, temblores y períodos afiebrados. Trataba a toda costa de descansar pero las horas nocturnas eran un rosario de tragedias, donde se veía en una cárcel o en un ataúd, perseguido por maleantes, exhibido por sus fechorías, ahorcado en una plaza pública y hasta ajusticiado por una turba alcoholizada. El infierno de Dante (el italiano) se quedaba corto con ese panorama desolador que experimentaba el tal Fidencio, otrora hacedor de milagros y “dueño de vidas y haciendas”.
A la distancia y en medio de la floresta jarocha, un pintoresco juglar de sucesos pasados relata: “Había una vez un político inquieto, endeudador nato, enamorado con mucha suerte y amigo de los ladrones, que utilizaba los recursos públicos para superar todo tipo de conflictos. Acostumbraba llevar efectivo en sus bolsillos y tener a disposición inmediata recursos materiales para acallar conciencias, comprar voluntades y corromper a quien se dejara…”
Atentamente
Profr. Jorge E. Lara de la Fraga. |
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