Jorge E. Lara de la Fraga
La novela “El Padrino” (The Godfather) sale a la circulación pública en el año de 1969 (hace 53 años) y tres años después, en 1972, se edita y estrena la singular película con el mismo nombre (hace 50 años), provocando un efecto sorprendente y de reconocimiento en los círculos cinematográficos y en los amantes del buen cine. Tal prodigio fílmico prosigue siendo hoy motivo de análisis, de valoraciones e interpretaciones diversas. En este comentario me atrevo a emitir mis puntos de vista sobre tal cinta e incorporo datos y apreciaciones del analista cultural Sergio Huidobro, quien inicialmente expresa: “El padrino es una novela de acción, de disputas de poder, entre 1945 y 1955, al interior de la mafia neoyorquina y, antes que nada, es la historia de una familia. Vito Andolini huye de Corleone, su pueblo natal, para salvar su vida; la mafia local ha matado a su padre, a su hermano y a su madre. Él se va a América, donde la pasa mal, donde forja su carácter, donde conoce a una muchacha italiana que será su esposa y la madre de sus cuatro hijos: Santino, Fredo, Michael y Connie”.
Hace unos años tuve la oportunidad de analizar un poco la película que protagonizaron Marlon Brando, Al Pacino, Robert Duvall y otras luminarias del cine de Norteamérica, donde se destaca la vida de Vito Corleone y su familia en la ciudad de Nueva York, allá por las décadas de los 40 y 50, en una atmósfera donde la intriga, la violencia y el poder se hacían vigentes para controlar los negocios de la “Cosa Nostra”. Dicho celuloide se sustenta en la obra literaria de Mario Puzo y es una de las producciones más aclamadas del séptimo arte en esta época moderna. La dirección estuvo bajo la responsabilidad de Francis Ford Coppola y obtuvo allá por los años 70 tres Óscares y cinco Globos de Oro, agenciándose además (El padrino I) una recaudación histórica superior a los 245 millones de dólares.
A través de las secuencias de dicha película pude percatarme que representa, en cierta forma, una crítica a la sociedad norteamericana, a la práctica política, a la violencia criminal, a la vinculación tenebrosa de los poderosos, al mundo de la mafia, a los sistemas de dominación personajes que se mueven peligrosamente en “la cuerda floja”, entre la vida y la muerte, defendiendo a los suyos y preservando sus correspondientes territorios. Bastante elocuente es esa escena del político encumbrado, un senador del Estado de Nevada, que por un lado agradece cortésmente la aportación económica de los mafiosos para una causa humanitaria y por la otra, en una entrevista privada con El Padrino II, exige groseramente un cuantioso soborno para otorgar el permiso que permita el funcionamiento de casinos, casas de prostitución y hoteles de La Familia. Se muestra palmariamente el maridaje entre la clase gobernante y la delincuencia organizada, fenómeno que –por lo que se ve en la realidad– no es sólo una ficción.
Por otra parte, tal material fílmico proyecta la hipocresía y la falsedad de algunos protagonistas. En el entramado de esa comedia humana se vislumbran entes frágiles en lo moral, con debilidades utilitarias y traicioneras. Persiste en ellos la subordinación cortesana y
cómplice ante el hombre del dominio, el cual configura planes maquiavélicos para eliminar a sus temibles enemigos. Puzo y Coppola enlazan sus genialidades para incorporar a los espectadores en esa historia sórdida y fascinante, donde se suceden los engaños, las simulaciones, las intrigas, los golpes bajos y las venganzas; donde un grupo social siniestro prevalece, con sus altas y bajas, a pesar del atentado mortal contra el omnipotente Vito y aún con la eliminación del violento Sony. Ese núcleo familiar siciliano sufre pero reverdece, cambia de mando y se adapta a las nuevas circunstancias. En su decálogo no escrito, esos mafiosos entienden que para sobrevivir deben poseer, entre otros, ciertos ingredientes básicos: identificarse a plenitud con el líder, ser leales y disciplinados, operar con decisión y audacia, no acobardarse en los momentos cruciales, obedecer las disposiciones, ser implacables, actuar a tiempo, sin olvidar que para triunfar y merecer es necesario ensuciarse un tanto y envilecerse poco a poco.
Resulta escalofriante la escena cuando Michael Corleone asiste al templo parroquial para bautizar a su sobrino, hace votos de bondad cristiana, comulga y renuncia a Satanás, mientras sus sicarios en esos momentos eliminan uno a uno de manera cronométrica, a los otros jefes máximos de los clanes mafiosos de la ciudad de los rascacielos. El enigmático Padrino II (Al Pacino) se transforma en el individuo diabólico que reitera a todos su inocencia, “que mira directamente a los ojos de sus interlocutores y miente imperturbablemente con todo su corazón…”.
Huidobro sobre el Padrino II adiciona: “Vito Corleone muere en su finca de Long Beach de un ataque al corazón, mientras cuidaba su huerto. “La vida es hermosa”, le dice a Michael, su hijo favorito, mientras él le sostiene la mano entre las suyas. Michael es el nuevo padrino y ya tenía planeada la venganza. “Mi padre respetaba mucho a la muerte”, reflexiona Michael. Hombre violento y brillante, frío como un témpano, poseedor de una racionalidad agudísima puesta al servicio de su supervivencia y la de su familia. Para alcanzar sus fines todos los medios estaban justificados. Él, por más que quiso, nunca se libró del peso de su padre, cuya forma de vida se le impuso hasta anular la suya. Michael quiso y no pudo. Quiso ser un estadounidense más, casado con una estadounidense más, un héroe de guerra, un hombre limpio de manchas y de crímenes, libre para hacer fortuna. No pudo. Ahora estaba a cargo de su familia, ahora era el nuevo “Don” de los Corleone, ahora cargaba sobre sus hombros con el peso de su padre…”
Michael aprendió mucho al lado de su padre y, además, le imprimió a los negocios de la familia su sello personal, uno racional, inclemente y violento. “Tener a los amigos cerca, pero más inmediatos a los adversarios”, así le decía el viejo Padrino a su sucesor.
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Atentamente
Prof. Jorge E. Lara de la Fraga |
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