Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued
Bardahuil
Claudia Sheinbaum ratifica su compromiso con pueblo de Veracruz y su decisión de gobernar sin distancias ni privilegios. A diferencia de administraciones anteriores que olvidaban a los estados una vez pasadas las elecciones, supervisó personalmente la entrega de apoyos y anuncia un ambicioso plan para rehabilitar carreteras y rescatar la industria petroquímica. Con un gabinete alineado a su visión, promete soluciones concretas para un estado clave en la economía nacional. Más que discursos, se trata de presencia y acción, una señal de que la transformación sigue en marcha.
El silencio, siempre, es la primera señal de alerta. Sobre todo, en terrenos dominados por los grandes depredadores, en política, como en la vida silvestre, el silencio repentino, en un entorno normalmente bullicioso, no significa otra cosa más que un ataque inminente. El león que se aproxima sigiloso a su presa, mientras calcula el momento oportuno para el primer zarpazo.
En política, como en la vida silvestre, el silencio repentino en un entorno normalmente bullicioso no significa más que un ataque inmediato.
El tiempo es un misterio que nos acompaña como una sombra esquiva. San Agustín, en sus Confesiones lo diseccionó con una lucidez asombrosa: el pasado ya no es, el futuro aún no es, y el presente es tan fugaz que apenas se sostiene antes de volverse recuerdo o anticipación. Y, sin embargo, el tiempo nos domina, nos obsesiona y nos persigue como un cobrador implacable. Vivimos con la sensación de que nunca hay suficiente tiempo, que todo se nos escurre entre las manos. Cronómetros, calendarios, relojes de pulsera y pantallas digitales nos recuerdan constantemente su paso inexorable. Nunca entenderé que alguien me diga que no tiene tiempo. Sólo los muertos están ya sin él. Si de verdad te interesa, encontrarás el tiempo. Nos angustiamos por el futuro, rumiamos el pasado, y en ese ir y venir de pensamientos nos olvidamos de habitar el presente. ¿Pero qué pasaría si en lugar de medirlo, aprenderíamos a disfrutarlo? ¿Y si perder el tiempo fuera en realidad, una manera de aprovechar lo mejor?
Perder el tiempo es un arte en vías de extinción. En esta era de hiper productividad y multitareas, hacer “nada” se percibe casi como un pecado capital.
Pero hay un placer inmenso y la contemplación, en divagar sin rumbo, en dejar que la mente vague sin la presión de la utilidad inmediata. Es ahí donde surgen las mejores ideas, donde florece la creatividad, donde el pensamiento encuentra su propia música.
Es crónico, ¿no? Vivimos en una era donde tenemos una libertad de expresión sin igual, pero sólo dentro de ciertos límites. Aquello que se considera políticamente incorrecto está al acecho, esperando la mínima oportunidad para condenar tus palabras, aunque estás provengan de un lugar de sinceridad o ignorancia, y no de malicia o maldad. En este ambiente, decir lo que realmente piensas se convierte en una hazaña casi heroica, si no quieres verte arrastrado por la corriente del “yo no dije eso” o el temido “cancelado”.
La duda persiste: ¿realmente tenemos libertad de expresión, o solo libertad de decir lo que está permitido? ¿La solución? Censurarse o, lo que es aún peor callar para evitar ser desterrado del espacio público.
Lo que antes era parte del debate, hoy es considerado un tabú, lo que antes se entendía como una conversación respetuosa, ahora puede ser considerado como un ataque. ¡Qué fuerte! Esta paradoja de la “libertad limitada” nos coloca frente a un dilema ¿seguiremos expresándonos libremente y corremos el riesgo de ser atacados por algo que no queríamos decir? ¿O nos callamos, no sé a que alguien nos tache de insensibles, ignorantes o incluso ofensivos? Y lo peor que nadie está exento. Conversar debería ser tan natural e impredecible como respirar. El verdadero encuentro hace posible la conversación el volvernos hacia el otro, ser compañía. Hablar, no es lo mismo que conversar. Hablar es emitir palabras, conversar es atender, empatizar y compartir. Sólo en la conversación nacen la confidencia y el trato íntimo.
La palabra conversar proviene del latín conversare, qué significa dirigirse con alguien hacia algún sitio. Es decir, conservar es caminar con. La conversación siempre nos conduce a un camino, es recorrer juntos tramos de vida. Caminar es andar con otro, transitar y trascender los días en compañía. Caminar merece ser compartido. Conversar es convivir. Toda travesía conjunta requiere ajustar pasos, a compasar ritmos, moldear la propia personalidad.
Para ello la empatía es esencial, no basta con entender al otro, hay que implicarse en sus pasos. La empatía es cercanía, es compromiso. Es la respuesta a una pregunta primigenia. ¿Quién eres tú? En toda relación, esa es la pregunta que importa. La pregunta que anhela respuesta. La palabra que se vuelve persona.
Hablar es fácil puede hacerse con prisa, sin profundidad, sin conocimiento, sin afinidad. Conversar, en cambio, requiere construir un espacio. Y no sólo en sentido figurado. En una acepción hoy en desuso “conversación” significa también morada. Porque todo hogar,
toda escuela, toda comunidad genuinamente necesita de conversación para existir. En ella descubrimos no sólo las carencias del otro, sino también su singularidad, su riqueza interior. Conversar es reconocer esa singularidad y hacerle espacio. En un mundo que exige inmediatez y resultados, la conversación debería traducirse en un lugar casi “lento”, un refugio donde la siembra, el crecimiento, la cosecha, las fracturas y la recuperación encuentren su tiempo. Donde las ideas maduran, la intimidad es variable y la amistad se cultiva con paciencia.
La buena conversación ese encuentro, voluntad compartida de entender y ser entendido. Es inteligencia que indaga, expone, compara, contrasta. Es también orden en la expresión del pensamiento y, sobre todo, el arte de saber callar.
Porque la conversación auténtica exige escucha atenta, respetuosa, paciente. Quien escucha con interés genuino percibe no sólo las palabras, sino además las sutilezas del relato, los matices de la emoción, las pausas que dicen más que los discursos.
En otro orden de ideas en ocasiones, los pueblos se decepcionan de sus gobiernos y se deciden por un cambio. Pero dirían las abuelas que les salió más caro el caldo que las albóndigas. Hay síntomas en esos gobiernos. El primero es la atrofia de la gobernabilidad. Que el gobierno no puede ir a donde quiere llegar. El segundo es la pérdida de credibilidad. Que los gobernados no le creen que va a donde anuncia que va a ir. El tercero es la disminución de la confiabilidad. Que se considera que no va hacia lo correcto. El cuarto síntoma es la fragilización de la autoridad. Que a los subordinados del gobierno no les gusta obedecer ni a sus jefes, ni a las leyes y, por eso, hacen lo que quieren. El quinto es la atrofia de la sensibilidad. Que el gobernado está consciente de que su gobierno no sabe lo que él desea o necesita como ciudadano. El sexto síntoma es la ausencia de respetabilidad porque la ciudadanía haya perdido aprecio por su gobierno.
El gobernante fracasa principalmente por tres motivos: la impotencia, la ignorancia o la indolencia. Es decir, porque no pudo, porque no supo o porque no quiso.
Ese conjunto de síntomas es el que nos anuncia el tamaño de la bomba. Lo que no nos avisa es el tamaño de la mecha. Sin embargo, ahora yo presiento que habrá una mejoría con Rocío Nahle. La mujer de hoy visionaria, competente, aguerrida con carácter, sensible.
Invocar la unidad y actuar separados es una incongruencia. Llamar a la unidad, el tiempo de vulnerarla es sembrar vientos en temporada de huracanes. No toda la basura es reciclable. |
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