Francisco Cabral Bravo
Lo he señalado en varias colaboraciones en el circo de varias pistas en que se ha convertido la política mexicana, las relaciones exteriores de nuestro país han aportado mucha tela para seguir confeccionando “el traje nuevo del emperador” aludiendo al popular cuento de Hans Christian Andersen en el que se alcanza a perfilar con claridad una manera de ejercer el poder y la obcecación de una sociedad que lo avala.
Entre los actos de milagrosas “sanaciones” tan propias de los saltimbanquis de la llamada Cuarta Transformación protagonizadas por actuales funcionarios del gobierno de Campeche encabezado por la incólume Layda Sansores, los arrebatos conspiranóicos de la titular del gobierno de la Ciudad de México o el tragicómico juicio de Genaro García Luna en los Estados Unidos, acapara los reflectores una suerte de malabarismos en la política exterior que despiertan más de una llamarada ideológica y muchas miradas de cierta perspicacia, lo cual ha sido una constante en los casi cinco años de un gobierno que ha fundido en más de una ocasión el candil de la calle y ha logrado encajar su perspectiva del mundo en la ya tan famosa frase “como anillo al dedo”. Pero vamos por partes y apostemos a que en los recovecos de la memoria algo podemos hallar para entender qué ha sucedido con el renombre que nuestro país había consolidado, a lo largo de los años, gracias al buen manejo de la diplomacia.
Reconocimiento. El presidente de la Junta de Coordinación Política del Senado, Ricardo Monreal, sostuvo una reunión con el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, con el objetico de revisar algunos ordenamientos de política exterior pendientes de aprobación. En redes sociales, Monreal subrayó que la política exterior de México ha recobrado su decoro y dignidad gracias a la labor de Ebrard. Aseguró que el presidente tiene en el canciller un claro exponente de la tradición que en la materia ha dado reconocimiento a México en el mundo. Y esto dicho de corcholata a corcholata duplica su valor.
Aquí me detengo, hace dos semanas un terremoto, ya con tan solo pronunciarlo caben todas las descripciones posibles, dejó sin respiración a Turquía y Siria. Mientras las imágenes y las noticias nos hablaban de una desgracia que apenas se lograba vislumbrar, no era necesario preguntar a la Secretaría de Relaciones Exteriores si, como país, se enviaría un equipo de ayuda. Al menos se podía suponer que esa determinación no estaría en duda; así, las imágenes de los miembros de las Fuerzas Armadas y los binomios caninos que se embarcaban para luchar, metro a metro, contra la desesperanza, nos inflamaron los corazones de orgullo y con los latidos que sólo la gratitud y la reciprocidad pueden generar en quienes también recibimos ayuda en otros momentos. Con esa imagen era suficiente; sin embargo, algo empaña dicha proyección.
Nuestras Fuerzas Armadas son consideradas un ejemplo de humanismo y solidaridad internacional al brindar apoyo a naciones que enfrentan situaciones de emergencia y desastres naturales.
El Ejército y la Marina tiene a hombres y mujeres con experiencia en casos de desastre; en la búsqueda, salvamento y asistencia de personas. Se trata de personal médico y especialistas, héroes sin capa para el auxilio de la población vulnerada. En los años más recientes, estos equipos han proporcionado ayuda a decenas de países y los caos más recientes son los de Turquía, Chile y Cuba.
En las tareas de apoyo humanitario también merece nuestro reconocimiento los equipos de rescate Topos Tlatelolco y de la Cruz Roja Mexicana, que acompañan a las FA.
Sabemos que, durante el presente sexenio, el manejo de las cuentas institucionales, por parte del gobierno federal, no ha sido ni lo más ético y profesional que se podía esperar de quienes se jactan ser los protagonistas del cambio. Pero usar el contenido de lo que sólo debería proyectarse de manera oficial para “colgarlo” de las cuentas personales, es una pequeña muestra de cómo se ha perdido toda orientación: si lo hace Claudia Sheinbaum, ¿por qué no el canciller Marcelo Ebrard haría exactamente lo mismo? En esa frenética y enloquecedora carrera por ser ungidos como el futuro de la Cuarta Transformación, lo cual nos regala momento que, en otras épocas, hubieran levantado ámpulas y provocado el desgarre de las vestiduras de quienes hoy forman parte de las nóminas burocráticas. Y mejor ni hablar de caricaturesco desempeño de la cónsul de México en Estambul, Isabel Arvide, prístino ejemplo de lo que significa para el Presidente la carrera diplomática y su vínculo con el mundo. La cumbre de la banalidad.
Pero, en la pista de los malabarismos gubernamentales para llamar la atención de los ingenuos, por decirlo de alguna manera, las noticias aún esperaban por el número más burlesco, el anuncio que no sorprende a nadie: se le otorgó el máximo reconocimiento que puede brindar el gobierno mexicano a un jefe de estado, la orden Mexicana del Águila Azteca, en grado de Collar, a Miguel Díaz Canel, presidente de Cuba, cuya sombra que lo acompaña es la de una dictadura romantizada por quienes justifican la pobreza, la falta de derechos humanos, el aumento en el número de presos políticos y el ejemplo de una “democracia” a modo, por inexistente. Que lo aplaudan quienes tienen tatuadas ideologías trasnochadas.
Pero el argumento de semejante decisión es el alfiler que revienta toda lógica, pues “ha impulsado la cooperación en temas de salud entre las dos naciones”. Claro, mediante programas y convenios que han sido el paradigma de la opacidad en todos los sentidos.
No cabe duda, es mejor quedarse con la imagen de quienes han logrado rescatar a personas con vida entre los escombros de la desgracia, arrebatándolas de la muerte, que observar la sonrisa de un gobierno que es comparsa de las dictaduras que sólo maquillan su rostro más funesto para ser condecoradas.
Por eso hoy quiero aprovechar este espacio para recordarles que puede haber un silencio prudente y un silencio artificial; un silencio complaciente y un silencio mordaz; un silencio de aprobación y un silencio de reproche.
Escrito en 1771 como respuesta a El arte de hablar, el abad Dinouart nos deja un legado que hoy me parece oportuno transcribir algunos párrafos:
1.- El primer grado de la inteligencia es saber guardar silencio y moderar el discurso para hablar bien, ser creíble y fortalecer confianza a quienes han prestado sus oídos.
2.- El sabio se caracteriza por sus silencios al hablar al público, sirven como lección a los imprudentes que quieren elogiar al poderoso, y con ello dar una lección a los rastreros y estúpidos.
3.- El silencio es un componente fundamental de la elocuencia.
Ninguna gente pensante puede hablar por hablar sin perder la confianza de quienes lo escuchan.
4.- No hay que abusar nunca de la palabra, eso molesta a quienes escuchan y quien abusa pierde la confianza entre el prójimo.
5.- Quien habla sin parar desconoce algo primordial que es la “ética del silencio”. El furor al hablar puede ser una enfermedad epidémica. Los ignorantes al igual que los filósofos, si no cuidan el silencio, pueden caer en una suerte de delirio.
6.- El hipócrita, el libertino, el herético y quien blasfema se apodera de las palabras y al mismo tiempo que busca confundir a quienes le escuchan, al primero que confunde es así mismo.
7.- El hombre que no respeta el silencio, es un hombre perdido, ya que se abre y muestra un interior arrogante que no merece ser escuchado salvo para quienes desean apoderarse de su alma.
8.- No hay más grande señorío que ser uno mismo. La palabra debe expresar a un sujeto claro que se expresa con brevedad y profundidad.
Para Baltazar Gracián es la regla suprema de la prudencia. Sin este atributo que debe ser cultivado desde la infancia, nos prestamos a la burla y la blasfemia.
También recordé que la paz, la democracia y los derechos humanos son tres momentos de un mismo movimiento histórico (Norberto Bobbio, dixit).
Cuando escribí esto último rebotó en mi memoria aquel título de un libro de Hans Kelsen con estirpe kantiana: lograr “La paz por medio del derecho”. |
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