Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Ricardo Ahued Bardahuil y José Yunes Zorrilla
Hay momentos en que los mexicanos no sabemos si nosotros no entendemos la política o si la política mexicana no se puede entender. Solo los psiquiatras podrían decir si estamos viviendo una alucinación o una locura. Es cierto que la política siempre ha convivido con la ficción y ello no debe alarmarnos. Pero lo insoportable es la mala ficción.
La torpe, la descuidada, la fodonga. La que carece de elegancia y refinamiento.
La ficción puede ser buena o puede ser mala. Santa Claus y el Coco son fingidos, pero necesarios. El personaje navideño ayuda al entusiasmo y el callejero al comportamiento. Los dos sirven muchísimo.
Pero la actual Guardia Nacional o la antigua banca nacionalizada no le sirvieron para nada ni a sus autores.
La IV regla de la política ficción dicta que la ficción no se la crea su autor. Que no prometa y luego se ilusione. Que no amenace y luego se asuste. Que no invente y luego se engañe. Que no se pierdan sus propios manicomios. Que el autor no invente su grandeza, su pureza o su fortaleza y luego se engañe hasta creerse fuerte, puro o grandioso.
Existen dos estilos de concebir y de practicar la política. Uno de ellos está basado en lo imaginario. En lo que ya pasó o en lo que aún no existe. En lo que solo es un deseo o un afecto y lo que solo es una repulsión o un odio. A fin de cuentas, en lo que no tiene una consecuencia práctica. Este estilo ha recibido el nombre de "política ficción".
El otro estilo, por el contrario, se basa en referentes reales y concretos, muy especialmente en lo que beneficia o en lo que perjudica.
En ocasiones se confunde nuestra ficción y nuestra realidad. En algunos momentos la política mexicana llegó a ser muy rica. Todos respetaron el mandato constitucional de sucesión, en tiempo y forma.
Respetando una fórmula convertida en dogma de política: la no reelección y la no elogación del poder. Las ideas políticas son el mejor ingrediente del poder político. Sin embargo, hoy no puedo imaginar y ni siquiera suponer el futuro político de México. Los sedientos del desierto viven en el espejismo que los lleva a beber la arena, no porque crean que es agua, sino porque tienen necesidad de beber lo que sea. Yo he visto hambrientos comer periódico, no porque lo crean comida, sino porque tienen la imperiosa exigencia de ingerir algo. Los pueblos desesperados eligen lo que sea, no por idiotas, sino por ansia descontrolada.
Me consuela para el porvenir que yo confío mucho en los jóvenes. Ellos tienen una idea muy clara de lo que quieren. Y creo que lo que desean no es malo. Quieren vivir con seguridad, quieren que los gobernantes ya no les mientan y quieren que éste sea un país más civilizado.
No están enojados ya que su pasado no proviene de una tiranía. Pero sí están encabronados porque su futuro proviene de un fracaso.
Uno de los grandes problemas a los que solemos enfrentarnos es saber distinguir la verdad entre la bruma del engaño y la mentira. No hay día en el que nuestra inteligencia y el buen juicio se someta a la duda, al ejercicio de colocar en la balanza de la verdad o la mentira aquello que percibimos, todo aquello que leemos y escuchamos en lo cotidiano. Quizá la experiencia y los difíciles momentos del desengaño nos han permitido elegir a quienes les dejamos en prenda nuestra confianza y las certezas. Es tan necesario creer en alguien que, cuando se establece ese pacto, se
pone en juego la ética y la integridad de quienes sellan las palabras con el peso de confianza.
Traigo a cuenta una de las frases más recordadas de La Celestina, el clásico español de finales del siglo XV qué bien podríamos releer para saber identificar, bajo las coordenadas de la tragicomedia, a los "fieles de Judas" que abundan por cualquier lugar en el que se advierte en una breve sentencia que "a quien dices tu secreto, das tu libertad". Algo semejante puede plantearse cuando hablamos acerca del trabajo que implica distinguir la verdad: a quien le otorgas la confianza, a quien le brindas el generoso acto de creer en sus palabras, también depositas en sus manos tu propia libertad. Quizá no sería exagerado sugerir que la confianza también es algo de lo más preciado de los vínculos humanos, tal vez por ello, sabemos que no a cualquiera persona le dejamos nuestra libertad en resguardo. Y, mucho menos, a quienes históricamente han sido la personificación de la desconfianza en efecto, no es gratuito que sean las y los miembros de la cortesilla política los objetivos más apreciados por los caricaturistas y los autores tragicómicos.
Ya se han escrito numerosas páginas que hablan de la bochornosa fama de las y los políticos a lo largo de la historia. Sin embargo, lo que hoy ocupa nuestra atención es observar que la enredada maraña de discursos que existe a nuestro alrededor resulta brumosa y cada vez más compleja. Todo esto como consecuencia, por supuesto, de la desconfianza en la figura del político en turno resultado de décadas de mentiras, engaños, opacidad y corrupción, las cuales han sido características que, al parecer, son insalvables en la construcción de su imagen como caudillos de ocasión. Y, durante los últimos años, esta desconfianza se ha acentuado de manera alarmante.
¿En cuáles manos se ha depositado la libertad que existe en la confianza y la verdad? Hay quienes mejor se ubican como esclavos de una mentira y duermen junto al lastre del engaño.
Y ya que andamos entre los clásicos, nunca es tarde para convocar a Shakespeare quien, en palabras del lago, el terrible personaje de la
tragedia de Otelo, expresa algo que nos cumbra: No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece queda cesante. Hay otros que observando escrupulosamente las formas y visaje de la obediencia y atraviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores, sino la apariencia de su celo, las utilizan para sus negocios.
En otro orden de ideas me preguntan muy seguido por qué votar por Xóchitl si va por una coalición que terminará en lo mismo: la repartición de posiciones entre los partidos, que muchos ciudadanos repelen y que no han sido las mejores experiencias de gobierno. ¿Cuál es el cambio? La respuesta es simple y compleja. Porque se busca crear un nuevo sistema de gobierno que cambie el gabinete por uno plural y de decisiones colegiadas, con especialistas, con una alianza en el Congreso que de forma autónoma decida sobre leyes y políticas públicas, que los ciudadanos participen en el diseño y, por tanto, los partidos se abran a la participación. Se trata de dar un paso más en la construcción de la democracia. Se busca avanzar bajo nuevas reglas en un sistema político renovado y abierto, con contrapesos.
Quizá esto no se ha captado en su dimensión exacta. Xóchitl representa un cambio del sistema político y de gobierno en México que se ha propuesto en las diversas reformas electorales por casi tres décadas. Que si la campaña de Xóchitl no es la mejor, que si se debiese hacer esto o aquello. Ciertamente es difícil coordinar a tres partidos, una candidata y la sociedad civil, pero la realidad es también muy simple y a la vez compleja. Al final habrá tres candidatos, pero la votación se definirá entre dos opciones. No hay más. El propósito democrático de nuestra Constitución pretendía "el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo", la
letra del artículo 3ro no ha cambiado, pero sí el espíritu de su carácter popular que vinculaba la democracia al bien común, a la superación de la vida colectiva.
Es imposible estar en contra o a favor de la libertad en abstracto, aunque los intentos de sectores interesados en ponerla en práctica suelen generar fricciones políticas. Democracia e igualdad no siempre estuvieron asociadas; fue apenas a partir de la Revolución Francesa que se les relacionó con la igualdad de los electores y la equivalencia de sus votos.
La democracia mexicana vive momentos muy delicados. En efecto, hoy enfrentamos un abierto y declarado intento por desmantelarla y operar una regresión autocrática. Y no se trata de especulaciones o de riesgos abstractos.
Más allá del afán oficial en dar por echados los cimientos de la pretendida transformación y anunciar el colado de la cimbra del segundo piso, así como de la rimbombante predica opositora llamando a defender la democracia y la división de poderes, la nominación de algunos candidatos al Congreso derrumba el discurso y exhibe la pésima calidad de la política que producen los partidos en su conjunto.
La democracia mexicana sigue siendo cara por querida y costosa.
A la supuesta intención del conquistador el Poder Legislativo para regresar al régimen de gobierno dividido o reivindicar el régimen plural compartido dominante, tirios y troyanos, así como naranjeros anteponen la divisa del reparto de curules y escaños entre cuates, parientes y socios o, incluso, entre quienes garantizan carretadas de votos sin importarles la política o requieren de fuero para no cargar un amparo y poderse presentar como legisladores del Congreso y no como prófugos de la justicia.
A la chita callando, la élite política tiene un denominador común: practicar el nepotismo, la complicidad y el oportunismo como uso y costumbre; concebir al Congreso como agencia de colocaciones,
bolsa de intereses, la postulación de algunos candidatos al Congreso constituye un agravio al electorado.
¿A qué le tiran? ¡Ah, bárbaros!
Tocqueville advierte que toda minoría debe poder convertirse en mayoría. Eso está en juego. |
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