“Sé por mi oficio que el minuto devora al minuto, el segundo al segundo” (Julio Scherer García).
Vivimos hoy una realidad en la que es muy fácil perder la objetividad, ya que en ocasiones sostenerla es ir contra las creencias más extendidas.
Sin embargo, es precisamente en esas circunstancias cuando es más útil preservar la objetividad, con independencia de lo que piensen otros.
Hay filósofos que consideran que el único tiempo existente es el presente. El presente, decía San Agustín, es el único tiempo con el que contamos; el pasado es una creación de la memoria y el futuro una invención de la imaginación. Correr hacia el futuro es de alguna manera un intento de huir del presente. No es lo mismo escapar que perseguir.
¿Se ha fijado, respetable lector, que el tiempo pasa cada vez más rápido? No sólo se tiene esa sensación de que los años acaban más pronto, de que ya es enero y apenas estamos acomodándonos en el año como si fuera abril o mayo, sino que todo a nuestro alrededor va más aprisa, de que estamos en medio de una carrera frenética por llegar al futuro.
¿Para qué queremos que se acabe el hoy y comience el mañana?
¿Acaso estamos tan incómodos con el presente que por eso nos lanzamos en estampida hacia el futuro?
Los cambios estructurales van a proseguir y a tener efectos. Hoy estamos en medio de la polvareda. Las crisis de salud, financieras y las turbulencias políticas nos hacen perder la visión panorámica y nos gana la perspectiva del corto plazo.
Verdadero cambio, una etapa diferente distinta y nunca vista que no sea pura palabrería un nuevo sentido a la política actuar con justicia, prudencia, paciencia e inteligencia.
Deben quedar atrás, simulaciones, engaños e incumplimientos.
Me gustaría que dejáramos atrás la mecánica de la simulación y la venganza, para ponernos a la tarea de reconstruir en serio la administración pública de México.
El sistema actual no está funcionando todavía porque los gobernantes no han querido que funciones; así de simple. Lo asumieron a regañadientes para salir del paso.
Pero luego, hicieron pies de plomo y han demorado y entorpecido hasta el cinismo su funcionamiento.
Vivo en un país en el que la mayoría sí existe. No me refiero al realismo mágico de la literatura, ni al surrealismo que rodea tantas de nuestras actividades y hábitos cotidianos. El misticismo y el sincretismo son otra cosa, las supersticiones también. No, la magia mexicana se encuentra en los espejos.
Me llama mucho la atención esos espejos que permiten a todos, como en las fábulas, verse limpios, bien vestidos, elegantes, aunque como el emperador, no tengan ropa, aunque sus narices sean más largas que las de la de Pinocho, que sus rostros manchados de hollín les permitan ver a los demás sin tener que observar su propia imagen, ni aceptar sus propias faltas.
En este lugar mágico los políticos se acusan unos a los otros con absoluta desfachatez, como si enlodar al otro fuera a limpiarse a sí mismo.
Que divulgan fotografías, grabaciones y documentos como si tuvieran sus propios esqueletos en el armario, como si no fueran igual de frágiles y vulnerables al escrutinio público. Lo cierto es que más allá de los espejos, vivimos en un país en el que la corrupción campea impunemente. No es un fenómeno cultural, pero sí social. Es producto, sin duda, de nuestras acciones y omisiones cotidianas. Y no es un asunto menor o anecdótico.
La corrupción atrofia nuestro sentido ético, descompone a nuestro sistema educativo. Obstruye el crecimiento económico, lastima la seguridad familiar e individual, mata.
Sí, mata todos los días.
Y mata a una sociedad que no sabe ya en quien confiar que sólo ve cómo sus supuestos líderes políticos, empresariales, sociales, sindicales se avientan las culpas como papas calientes, sin asumir su parte.
Tengo la impresión en los tiempos actuales, que dados los problemas que enfrentamos, estamos en una coyuntura muy cercana a una tormenta. Problemas complejos y graves, y mentiras públicas sin control.
¿Entonces qué, a esperar verdades?
Un principio básico que he aprendido en los años que llevo escribiendo, es que casi nadie admite alguna vez haberse equivocado en nada, y entre más equivocados hayan estado, menos dispuestos están a reconocer el error. Bien dicen que la política cambia cada mañana.
Este inicio de año 2021, en la tradición cristiana se formula buenos deseos, debemos tener momentos de reflexión, de introspección dedicado a aquellos que son los mejores e insuperables valores de la cultura judeo-cristiana; la generosidad, el amor al prójimo, la hospitalidad, la tolerancia, las puertas abiertas a los ciudadanos, el apego a la verdad y el perdón.
Creo, sí, firmemente en que el ser humano debe construir y cultivar todos los días un andamiaje ético sólido. Más allá de festejos, deberíamos mirarnos al espejo y observar con rigor nuestros impulsos y comportamientos. Hay mucho podrido.
Quiero creer que, aunque sea un tiempo breve, diciembre nos cambió el chip de el horror al Covid-19, la inseguridad y el miedo en el que vivimos, por el de la amistad, el amor al prójimo, el respeto, la cordialidad y la familia.
Eso nos permite dejar atrás, aunque sea por un rato, por un breve lapso, tantas angustias, enfermedades, miedos, dificultades y desgracias.
Esa es la grandeza del mes de diciembre, milagros en la cultura mexicana: el ánimo en el que nos coloca.
Por eso es un ritual sanador, porque nos da esa pausa, ese alivio, ese descanso que tanto necesitamos.
Christopher Domínguez Michael, cuenta que al príncipe Siddartha le bastó con mirar a un mendigo, a un enfermo y a un muerto, para ver el sufrimiento, la esencia de todo lo creatural y, sin embargo, le pareció que era posible liberarse de él.
Año nuevo es una fiesta repleta de optimismo, una noche en el que el cambio de calendario da la ilusión de que todo es posible, que todo puede mejorar, desde la economía personal, la salud, hasta la felicidad.
¡2021 bienvenido y bendecido! |
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