Francisco Cabral Bravo
Pocas herramientas tan efectivas para el desarrollo de la demagogia como la manipulación de la historia. El pasado se convierte en una poderosa veta cuando se le ignora, cuando su conocimiento y el nivel de reflexión se basan en fechas simbólicas que sólo son el pretexto para lucir el oropel que se guarda durante todo el año. No hace falta enlistar los regímenes que utilizaron el pasado, precisión quirúrgica, para consolidar su proyección ideológica y brindarle un mayor peso significativo a cada uno de sus símbolos políticos y a las biografías de quienes ocuparon los nuevos pedestales de su nuevo Olimpo. Y, nuestro país, a lo largo de los años, se convirtió en un terreno fértil y combustible para las ideologías maniqueas e intolerantes.
Poco se puede esperar cuando la amnesia selectiva y la desmemoria de la sociedad son las mejores fichas en el juego de la política mexicana. Se busca desarticular el pasado para lavar el rostro de quienes, no hace mucho, fueron parte "del origen de todos los males". Mínimas son las expectativas para desarrollar un planteamiento crítico cuando observa el discurso de la historiografía oficial que permeó a lo largo de varias décadas en los salones de clase, los medios de comunicación y en las mesas de generaciones que padecieron el monolítico priismo. Reitero, la amnesia selectiva de los miembros de este gobierno sólo ha podido desarrollarse gracias a la desmemoria de una sociedad que parece olvidar el origen de quienes hoy se presumen diferentes.
Y, si faltara algo en este absurdo, basta darse cuenta que el sexenio de Enrique Peña Nieto parece borrado en la memoria histórica del actual primer mandatario. Y no es extraño, de una
forma u otra, el aparato del viejo sistema es la estructura que sostiene las promesas que seguiremos escuchando hasta el 2024.
Es momento de preguntarnos cuál es nuestro papel como ciudadanos en la historia, aquella que no podrán borrar. Vivimos en tiempos convulsos, no sólo a nivel global, sino también en escala nacional y en nuestra vida diaria. Si bien no es un asunto de magia que, de la noche a la mañana, se pueda modificar de raíz lo que implica la violencia en nuestra sociedad, lo único que ha funcionado a la perfección es la reiteración de un discurso en el que, como una joya de la realidad alterna, el espionaje que tanto se acusó durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, hoy se ha convertido en simples acciones de "inteligencia" bajo el amparo de una calidad moral que tanto se presume. En ese sentido, las respuestas a los señalamientos del secretario Antony Blinken en las que se niega que el crimen organizado controle algunas regiones del país, es apenas un pequeño hilo del entramado que sostiene una perspectiva que sólo creen y aplauden los simpatizantes del actual gobierno. Es curioso que se recuerde aquella frase de la ropa sucia se lava en casa, aunque en realidad se escondan el jabón y los detergentes.
También es paradójico que se use el estandarte de la soberanía, y suenen los clarines del maniqueísmo en contra de los señalamientos de Blinken y la ONU. Primero habrá que quitarse la viga del ojo propio o, mejor dicho, la naturaleza injerencista de este gobierno, antes de señalar el complot universal del que siempre se asumen como víctimas.
Así, el espectáculo diplomático se convierte en una competencia de fuegos artificiales que se observan desde muy lejos y poco alumbra lo que sucede en las calles, en las carreteras, en los hogares. Lo importante es no dejar en el tintero de la discusión que el crimen organizado y la violencia son quienes proporcionan la pólvora de dicha parafernalia. Que no se borre lo sustancial y no se pierda esa estadística que, a fin de cuentas, se queda corta ante el dolor y los fracasos.
Vivir en democracia nos exige pensar en un bien superior, la convivencia pacífica en común.
Las democracias parten de un supuesto básico: los ciudadanos deben ser conciencias libres.
Todos tenemos simpatías o antipatías, inclinaciones, debilidades, incluso, en el extremo, fobias, es normal. Pero vivir en democracia nos exige pensar en un bien superior, la convivencia pacífica en común, que solo se obtiene cuando obedecemos las leyes, cuando respetamos a los otros en plena discrepancia, cuando seguimos los dictados de nuestras conciencias. Un ciudadano cabal debe sobreponerse a todos esos obstáculos que le impiden razonar por sí mismo, en medio de las turbulencias cotidianas. Esa exigencia es fácil de mentar, pero sólo su difícil cumplimiento garantiza solidez ética, ciudadanía.
En otro contexto ¿cómo hacemos para detener la destrucción institucional y atajar la andanada de políticas públicas que lo único que han provocado es un retroceso de todos los indicadores que definen el progreso? El horno crematorio en que la negligencia oficial convirtió el centro de detención migratoria en Ciudad Juárez es la más cruel expresión del peligro de operar cambios en el gobierno sin dominar la administración, impulsar consignas en vez de políticas y confundir voluntad con realidad.
Así como una suma de errores no arroja por resultado un acierto, ir de derrota en derrota tampoco lleva a la victoria. Variado y nutrido ha sido el repertorio de la confusión. Elección con revolución. Hablar con orar. Humildad con vanidad. Réplica con vituperación. Símbolos con signos. Chantajes con supuestas acciones anticorrupción. Transformación con deformación. Abrazos con balazos. Delincuencia social con crimen organizado. Zancadillas con tropiezos. Convicción con dogma. Lealtad con capacidad. Contrapesos con adversarios. Adversarios con traidores. Fines con medios. Polarizar con politizar.
Tal como ahora no se distingue a una cárcel improvisada de un albergue provisional o a los zopilotes de las avestruces.
Por la ausencia de una política nacional de migración es que no sabemos lo que somos nosotros ni lo que son los migrantes. No sabemos cómo tratarlos a ellos ni cómo comportarnos nosotros ni lo que son los migrantes. Nuestras leyes son confusas, nuestras acciones son difusas y nuestros resultantes son obtusos.
Por eso mismo no sabemos si a los migrantes los debemos encarcelar en una celda como si fueran criminales, o si debemos permitirles que conviertan nuestros parques en su residencia, como si fueran soberanos. No sabemos si debemos acogerlos o si debemos expulsarlos. No sabemos si ésta casa es nuestra, si es de ellos o si es de todos. Si ellos pueden entrar a gritarnos en nuestro país o si nosotros debemos ubicarlos en su realidad y en su país. Eso se llama ausencia de política y proviene de una falta de conciencia.
La migración no es un problema de humanistas, sino un asunto de estadistas. Por eso, nos lleva a un fracaso verlo como un tema humanístico y no como un tema político. Sin embargo, la migración ha sido relegada como un tema menor de nuestra política. Ni está en el gabinete, ni está en el discurso. Siento que estamos perdidos dentro de nuestra propia casa. Que no sabemos lo que vamos a encontrar en cada habitáculo. Es más que por momentos ni siquiera entendemos si estamos en nuestra casa ni comprendemos quienes somos nosotros ni lo que allí estamos haciendo.
Aclaro que esto no es la culpa de un solo sexenio, ni de un solo partido, ni de un solo gobernante.
Si Salomón juzgara el caso, sabría que el Ejecutivo no quiere que se sepa la verdad.
Cuenta la leyenda que dos mujeres se disputaban la maternidad de un recién nacido ante el gran Rey Salomón. Ambas se decían la madre del bebé. El rey dispuso, como juez supremo, que partieran al niño para darle la mitad a cada mujer.
De inmediato, una de ellas gritó pidiendo que lo entregaran vivo y completo a la otra. Salomón supo que ésta era la madre.
En nuestro tiempo, la voluntad de transparencia vuelve a ser una imperiosa necesidad de una sociedad acostumbrada al ocultamiento y a todo tipo de turbiedades.
Desde hace 25 siglos, primero en Atenas, luego en todo el planeta, los hombres han reflexionado sobre esto llamado justicia que para nosotros hoy, es como un juguete con el cuál no sabemos qué hacer ni cómo manejar. |
|