Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Ricardo Ahued Bardahuil e Ing. Eric Patrocinio Cisneros Burgos
Hay frases e ideas que te sacuden y se te quedan reverberando en la cabeza. Me pasó hace tiempo leyendo un libro de Bernardo Mabire: Políticas culturales y educativas del Estado mexicano.
Aquí la cita: "la paradoja central del país se resume en que la organización política que lo salvó de desintegrarse era la misma que inhibía su pleno florecimiento".
Difícil al ponerlo mejor y más claro. He ahí nuestro dilema medular desde hace más de un siglo: la urdidumbre política que nos permite ser país, es, simultáneamente, lo que no nos deja florecer. Algo así como una soga que te salva de naufragar, pero no te permite nadar con la potencia de la que serías capaz o como un respirador que te mantiene con vida, pero te impide volar. La cuestión hoy y desde hace ya tiempo es que esa forma de mantenernos juntos, misma que ha sido el soporte de la gobernabilidad del país más allá de cuál, partido político nos gobierne, se ha ido volviendo cada vez más limitante y menos posibilitadora. La crisis que vive México actualmente es producto de la exacerbación acumulada de las tensiones internas de esa fórmula política fundante. Las crisis no nos son especialmente novedosas, pues como bien sugieren la cita de Mabire, son parte constitutiva de nuestra existencia como colectividad. La que enfrentamos hoy, sin embargo, es distinta y probablemente más profunda que otras, pues revela el resquebrajamiento de un modo de organizarnos, ejercer el poder y repartírnoslo, con todo y su imaginario moral, qué ha operado como argamasa centralísima de esa colectividad que hemos sido y somos.
El actual Presidente de la República advirtió, al hablar acerca del tiempo que resta de su sexenio, que los "dos años que faltan van a ser los mejores". Más allá de sus propios datos, en los que siempre halla elementos para continuar dibujando una realidad alterna, en la que todos son logros y triunfos a pesar de lo que se vive día con día en el país, durante este tiempo ha quedado muy claro que el discurso oficial estará más que orientado a explotar aquello que se ha convertido, nadie lo dudaría, en uno de sus principales motores a lo largo de casi dos décadas: el insulto y el ánimo pendenciero que tanto le gusta a sus seguidores y fanáticos casi religioso del llamado "obradorismo".
Con miras a desacreditar la marcha en defensa del INE, el inquilino de Palacio Nacional hizo gala de su amplio diccionario para señalar a quienes participaron de dicho movimiento. A nadie le sorprendió el uso de los términos que ha repetido, de manera sistemática, aún antes de que llegara al poder. Lo que despierta la atención es el énfasis con el que, de manera reiterada y quizá con un cierto enojo, ha orientado el discurso al terreno que sabe manejar con precisión: el maniqueísmo populista en el que su gobierno se muestra como algo inmaculado, jactándose de aprobaciones históricas y obras faraónicas que, dicho sea de paso, lucen tan inoperante como la rifa de un avión que es paradigma del absurdo.
¡Cuánto le dolió la marcha al Presidente de la República y sus más cercanos incondicionales! Para un político que se cree el dueño de la verdad, el ver a decenas de miles de personas, de distintos orígenes y formas de pensar, oponerse a una reforma electoral que lo único que busca es concentrar en manos del propio Poder Ejecutivo Federal los procesos electorales resultó un desafío inédito.
Su molestia sólo fue comparable con aquella marcha contra la inseguridad de 2004, cuando era jefe de gobierno. Pero entonces tenía otros contrapesos. Entonces insulto a los manifestantes, minimizo la concurrencia, ignoró los reclamos.
El insulto es un aguijón que lanza quien se encuentra en una posición de poder o de una pretendida superioridad. Lo cual encaja con facilidad en la descripción del actual gobierno y de todos aquellos que han aprovechado el racismo, clasismo y revanchismo que nos define como sociedad. No hay nada nuevo bajo el sol que nos quema a todos y todas: no es extraño que seamos testigos de situaciones que nos revelan como una sociedad tan fragmentada como a una ventana a la cual se le siguen arrojando piedras. Somos el resultado de estos profundos rencores que se han convertido en la punta de lanza de tantas y tantos servidores públicos: desde los escritorios y ventanillas de servicio hasta quienes ocupan la famosa silla presidencial.
La reforma propuesta constituye, en realidad, un retroceso el régimen anterior: a un sistema construido en torno a un partido hegemónico con control sobre los tres Poderes de la Unión.
Basta con escuchar las palabras de quienes toman el micrófono en los recintos legislativos para comprender que esto ha llegado a niveles que nos colocan en situaciones cada vez más complejas. Ya es común observar teatralizaciones de poca monta y escuchar discursos incendiarios que crispan todo debate, lo cual es un mecanismo en el que la llamada oposición, para no variar, queda muy mal parada: en
ese juego tan poco ingenioso, los actuales miembros del partido oficial son expertos e, insisto, los que mejor han explotado la retórica más pedestre que alimenta el discurso de quienes han mantenido la popularidad del actual primer mandatario. Pero esto tiene su mejor fuente de inspiración, precisamente, en quién ha convertido Palacio Nacional en domicilio oficial y en tribuna del presidencialismo más rancio de las últimas décadas. Es curioso, por decirlo de manera simple y llana, que quienes se proclaman víctimas del discurso oficial en otros sexsenios, y lo convirtieron en bandera ideológica, hoy se constituyen en los mejores representantes de esta violencia que se ejerce desde el gobierno.
Así, bajo esa perspectiva maniquea y redentora, se ha descalificado una marcha que tiene como fin hacer patente la confianza que existe en el árbitro electoral ante la propuesta de reforma que ha puesto en la mesa el Ejecutivo federal. Lo dicen quienes pretenden ser los únicos con el derecho histórico a la protesta y a las marchas; no obstante, detrás de esa iniciativa, también existe la búsqueda de una sociedad que necesita articular su respuesta más allá de los partidos de oposición, quienes, por cierto, a estas alturas requieren de argumentos que los validen ante las próximas elecciones.
Dice la añeja sabiduría popular que las palabras se las lleva el viento. Pero cada uno de los términos que usa y serán proclamados por el titular del ejecutivo quedarán grabadas en eso que él mismo presume la memoria. No se puede olvidar que ha encontrado la mejor veta política y electoral en canalizar la podredumbre de nuestra historia. Por ello tampoco podemos ser omisos y guardar silencio ante lo que implica este discurso: la violencia, por lo general, comienza por injuriar con una simple palabra.
Fue una muy buena decisión que José Woldenberg fuera el orador único de esta movilización en la Ciudad de México. Woldenberg no sólo es uno de los políticos más reconocido y respetado del país, sino también un símbolo de ese proceso de transición. Coincido una vez más con José Woldenberg: "México no merece una reforma constitucional en materia electoral impulsada por una sola voluntad, por más relevante que sea". Hay importantes lecciones en el pasado: las reformas que fueron fruto de voluntades colectivas forjadas con los métodos probados y comprobados del diálogo y el acuerdo, nosotros valoramos esa diversidad porque creemos que en ellas radica parte de la riqueza de nuestra nación y por eso estamos obligados sí, obligados, a garantizar su expresión, coexistencia, competencia, tolerancia y pluralidad.
La manifestación por la defensa del INE, no sólo fue un éxito indiscutible, sino que ha sido uno de los eventos más importantes para la ciudadanía organizada en la última década. La marcha culmina una lucha social más acendrada que cuando el Presidente en funciones llegó al poder, y levanta nuevos retos para todos los involucrados: en aquel momento se celebraba el triunfo de una persona contra el sistema, en la esperanza de la ciudadanía, por un futuro mejor, no sólo, persiste sino que se deposita en lo único que sabemos confiable. En la democracia que hemos construido todos juntos.
Incluso ellos, que ahora deberían ser parte del nosotros. México ha despertado, y la manifestación, más que una protesta, fue la gran fiesta ciudadana que no sólo esperábamos, sino que sinceramente necesitábamos. El contacto, la cercanía con los pares, el gusto de conocer por fin a quienes apreciamos sin conocerlos en persona. El espíritu de manada, la certidumbre de saber, sobre todo, que no estamos solos, que somos capaces de organizarnos y poner al gobierno de rodillas a nuestro antojo. De rodillas, como lo refleja la respuesta que expresará el mandatario ante lo que logramos, lo escribo sin conocernos, pero bastará la respuesta a la pregunta a modo.
El Presidente lo ha perdido todo en unos cuantos días, sin darse cuenta, y ahora el poder se le escurre entre los dedos. Por una parte, a la debilidad de su salud se suma, la fortaleza de una ciudadanía antes apática; por el otro, las redes sociales, que han sido su única estrategia de gobierno, están por cambiar sus operaciones, sin que tenga el tiempo suficiente ni la capacidad para entender cómo funciona el nuevo modelo, antes de las elecciones del próximo año.
Tras el éxito de las marchas en la capital y decenas de ciudades del país, liderazgos del PRI estiman que los equilibrios internos de este partido podrían activarse de forma que, a diferencia de lo que ocurrió en la ampliación de la seguridad militarizada, a la dirigencia tricolor le resulte imposible ceder a las presiones y los chantajes del régimen para ordenar el apoyo en bloque a fin de cambiar la Constitución en materia electoral. Por tanto, el margen de Alito Moreno luego de que cuadros priístas fueron parte de las vistosas marchas que en el país pidieron evitar cambios en comicios y representación quedaría muy reducido. La esperanza en el tricolor es que López Obrador se dé por satisfecho con la salida de los cuatro consejeros en abril en el entendido de que, al quedar a partir de entonces el INE no sólo siete integrantes del Consejo General, cuatro de ellos nombrados en este sexenio, acepte que también ganas en cambiar la Constitución.
El mandatario se adjudicó el inicio de una transformación, como quería, aunque el resultado de la misma, previsiblemente, no será el que esperaba conseguir. La clase media yacía temerosa, de acuerdo a sus planes, y sumida, en un abismo emocional entre la supuesta aprobación del Presidente y el miedo que ha logrado infundir con sus políticas públicas. La clase media ya no tiene miedo, sin embargo, aprendió a sentirse cómoda en las calles: la clase media sabe, ahora, de lo que es capaz. El titularular del Ejecutivo se rige por encuestas: la ciudadanía organizada, se mide por la reacción a sus acciones organizadas. La clase media ahora tiene el poder, y para comprobarlo basta y sobra la reacción de quien hoy trata de ejercer un mandato que está por extinguirse.
Es poco viable, pues el escenario de que el Presidente de la República escuche a los que se manifestaron, como hace lustros no ocurría, en su contra. Y por tanto lo único esperable es que sirva de muy poco la maniobra del PRI de escudarse en el rechazo de parte de la ciudadanía a que se toque al INE. |
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