Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Ricardo Ahued Bardahuil e Ing Eric Patrocinio Cisneros Burgos
Qué sabe usted, amable lector, acerca de la corrupción e impunidad en México, el cinismo con el que políticos de diversa monta incurren y fomentan la ilegalidad como forma de administración pública para lucrar con ella; son temas que un buen número de medios nacionales y extranjeros documentan casi a diario. Ante ello la ciudadanía se escandaliza y hace patente su rabia en conversaciones con amigos, reuniones sociales, pláticas con compañeros de trabajo en comentarios dejados en redes sociales y en los reportes publicados por los sitios de noticias en línea más serios.
Pero todo queda en eso, en el intercambio de intrascendentes opiniones.
Nos hemos acostumbrado a verlo día a día, pero no puede seguir ocurriendo. Existe una cierta sabiduría detrás de los refranes que de manera inmediata se apela a su precisión y contundencia cuando sobran las explicaciones. Sabemos que, gracias al juego de palabras que los caracteriza, contamos con la puntualidad de su significado para comprender alguna situación que, tal vez, sólo requiere de ingenio popular para descifrarla.
Así no es extraño que siempre hallemos una frase que sea la llave para sentenciar una discusión.
Si intentáramos explicar la actualidad política de nuestro país, nos podríamos dar cuenta que no hay ningún problema para que llegue a nuestra memoria la frase "a río revuelto, ganancia de pescadores", "que en gusto se rompen géneros".
Es claro que la estrategia del gobierno federal, durante todo el sexenio, ha sido enturbiar las aguas y crear tormentas para obtener una abundante pesca: es gracias a su discurso maniqueo y la polarización que genera que, entre la sociedad, las discusiones se
han tomado una competencia de gritos y sinsentidos, en una ensordecedora batalla de mentiras y verdades a medias que han terminado por crear los espejismos que necesita el primer mandatario para mantener satisfecha a la base de sus simpatizantes. Claro sin olvidar que los programas sociales y los sueldos de la nueva casta de servidores públicos son un buen motivo para darle brillo a los espejitos y las cuentas de vidrio, pues, "en tiempos de higos, hay amigos".
No hay día en el que las noticias generen tranquilidad en las aguas del río y, como ya se ha hecho costumbre, se espera que el pescador agite las aguas con la varilla de su discurso y señale a quiénes serán el blanco de todo tipo de ataques. Como lo señalaría el proverbio, "no hay nada nuevo bajo el sol".
Por ello, no se requería de un profundo ni sesudo análisis, cuestión de especialistas que miran a lontananza, para deducir que, ante los reportajes que señalan a los hijos del inquilino de Palacio Nacional como parte de posibles actos de corrupción o por las más recientes decisiones de la Suprema Corte de Justicia con respecto al famoso plan B.
¿A estas alturas del sexenio podría existir un incauto que no esperará el feroz ataque del primer Mandatario y su legión? Tal vez habría que preguntarles a quienes conforman la llamada oposición si los laureles son un buen colchón para dormir la siesta o si, ya de plano, andan más preocupados y preocupadas en resolver el desbarajuste que existe en sus propios partidos. Aunque sea para garantizar que sobrevivirán al corte de las próximas elecciones federales.
Así, lo que actualmente observamos, si bien no sorprende, debería alertarnos con mayor preocupación. Lo que se necesita subrayar en colores rojos es la manera como los recursos oficiales son las principales herramientas para enturbiar y sumarse al objetivo en cuestión: pocas cosas tan peligrosas como manipular información, la información y los datos para atacar a los miembros de la Suprema
Corte de Justicia, en especial a la ministra Norma Piña. Una situación que le favorece en dos sentidos: desacreditar a otro de los organismos que hace valer su autonomía y que, sin duda, es su única piedra en su zapato. Y, por otro lado, incendiar la propaganda que le permita crear una cortina de espeso humo que cubra los señalamientos hacia los miembros de la familia presidencial, a sus más cercanos colaboradores y a todo aquello que implique un riesgo con miras a las próximas elecciones.
Se acercan meses en los que el estruendo y la violencia se consolidan las constantes en un país que ha normalizado esa forma de vivir y se apropia de un discurso que además apuesta por secar los ríos cuyas aguas podrían menguar el incendio. Pero no olvidemos que "no hay daño que no tenga apaño".
No se ve ningún gallo que amanece el gallinero. El PRI es una cosa de locos, la votación casi unánime de Alito asusta y descorazona, en el PAN tampoco brilla la unidad. Lo del Estado de México no puede creerse, sólo en este nuestro país es posible que una persona condenada y con un caso de robo comprobado sea candidata a la gubernatura y, además, favorita.
Tenemos lo que merecemos. Le estamos haciendo a nuestros vecinos del Sur lo que siempre hemos odiado que nos hagan a nosotros en el norte. Las cosas no andan bien, me cuelgo de aquello que decía el maestro Serrat: "Bienaventurados los que están en el fondo del pozo, porque de ahí en adelante sólo cabe ir mejorando".
Escrito está. Las cosas son serias: la "gran revolución democrática" de los tiempos modernos, como alguna vez la llamó Tocqueville, se tambalea hasta paralizarse.
Las noticias sensacionalistas alimentan la convicción que tienen periodistas y comentaristas de que la democracia se dirige al infierno. Están seguros de que la democracia está "retrocediendo" hacia el borde del precipicio. Los catastrofistas tienen razón.
Durante la última década es fácil encontrar ejemplos de la rápida muerte de la democracia. Las recientes insurrecciones contra la
democracia parecen confirmar la visión catastrofista del democidio. Estas rebeliones colectivas son tan espeluznantes como inesperadas. La inquietante verdad es que la democracia puede morir de múltiples maneras, en diferentes tiempos. Necesitamos identificar y entender estos ritmos, no por morbo sino, más bien, para proveer a los amigos de la democracia de un detector de alarma temprano, para ayudarlos a anticipar y lidiar con su degradación, y trabajar por su defensa y renovación en formas matizadas y plurales.
Pero no nos adelantemos. Consideremos, para empezar, el hecho clave, según han señalado desde hace mucho tiempo Juan Linz y otros estudiosos, de que la muerte de las instituciones democráticas por cortes graduales es más común de lo que suponen los catastrofistas. Resulta que la muerte de la democracia puede suceder en lentísimo, a través de acumulaciones prolongadas, constantes agravios políticos y maniobras a filo de cuchillo. La caída de la democracia nunca es una conclusión obvia. La casualidad puede venir al rescate de la democracia. Fraseando a Marx, el democidio sucede porque los actores políticos lo eligen en circunstancias políticas que no son de su elección. Quizá Jorge Castaneda tenga razón y la próxima elección en 2024 se convierta referéndum entre democracia y autocracia.
Los mecanismos de la política como el diálogo y la negociación han desaparecido y nos enfrentamos directamente a una disputa de dos fuerzas dispuestas a todo para vencer o morir. Este es el enorme peligro en el que nos encontramos. Nada asegura que esta disputa sea tersa y sin riesgo de violencia y choques frontales sin amortiguador alguno. La llamada cuarta transformación le ha quedado mal a quienes la pobreza, la violencia o el cambio climático los echó de su tierra y tienen la necesidad, pero sobre todo el coraje de aventurarse en busca de un horizonte.
Ciertamente sería injusto cargar a la cuenta exclusiva del gobierno la responsabilidad de administrar por sí solo el fenómeno migratorio
que reviste mil aristas, involucra a distintos países e intereses, reclama una acción multilateral y se complica aún más al usarlo como ariete electoral, tal cual ocurre en Estados Unidos. Sí, pero también es cierto que la presente administración está en deuda con los migrantes. Dos únicas distinciones les ha concedido el gobierno a los migrantes. Ser sujetos del estreno de la Guardia Nacional, y ser posibles beneficiarios indirectos a mediano plazo de la exportación de programas sociales, representarán si acaso una gota de agua dulce en la mar de quienes huyen de la desdicha por instinto.
Mal no harían los funcionarios responsables de esa política en leer la novela de Alejandro Hernández, "Amarás a Dios sobre todas las cosas", o montar "La Bestia, el tren donde el anhelo de otra vida lleva por compañero de viaje el acecho de la muerte".
Así de simple y sencilla la postura del Estado.
Nada de documentar, ordenar, regular y asegurar el paso de migrantes y conjugar el jugoso negocio criminal de la trata de personas que, con frecuencia se rubrica con sangre.
Por un mínimo de pudor y decoro más valdría al gobierno no hablar del humanismo de la política migratoria, dispensar trato de parias innombrables a quienes en vez de realizar un sueño viven una pesadilla, ni calificar de héroes anónimos a quienes se van y envían remesas.
Aterrizar de pie tras un vuelo en paracaídas y de inmediato echar a correr es toda una exhibición de destreza y fuerza. Algo así, hizo la ministra Piña a partir de su llegada a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Tenía la alternativa de quedarse parada, acomodarse a la postura del Ejecutivo y argumentar, como de alguna manera lo hizo su antecesor, que de tal forma se protege a la Corte.
La estrategia está bien señalada y no podemos ser omisos al observar que la intolerancia y su violencia es una de las monedas de cambio más peligrosas que emplea el gobierno. Y no señalarlo nos
lleva a ser comparsas de incendio que puede provocar un cerillo en medio de la hojarasca.
Se ha trazado la línea discursiva para incendiar el presente y sembrar la discordia que rendirá sus frutos cuando se desarrollen las próximas campañas electorales. |
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