Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Ricardo Ahued Bardahuil e Ing. Eric Patrocinio Cisneros Burgos
Decía en líneas anteriores que pese la necesidad de una nueva reforma electoral, entre mentirillas, desplantes y exageraciones, los actores políticos se han esmerado en generar incertidumbre sobre su viabilidad.
A los actores políticos no escapa la necesidad de emprender otra reforma electoral. Lo tienen claro y lo saben.
Sin embargo, en su conjunto, incluidos promotores y detractores de la intención de operar una nueva enmienda, han hecho todo por frustrarla, creando una atmósfera adversa a la posibilidad de concretarla.
Hoy, es un enigma la suerte del eventual ajuste del sistema electoral y, de realizarse, si éste servirá o no al propósito de consolidar la democracia. La única certeza es que quieren desaparecer al INE. Quienes denuncian que el gobierno y su partido pretenden desaparecer al INE y han hecho de ello argumento de su resistencia son en una buena porción, quienes desaparecieron al IFE o, peor aún, son quienes primero criticaron la eliminación del anterior instituto y, luego, se integraron gustosos al nuevo.
Esa manía tan de moda que practica la memoria selectiva para contar a gusto y a modo la historia, de pronto, quiere borrar un hecho: la anterior reforma hizo un mazacote de la legislación y el sistema electoral. Al instituto nacional le restaron lo bueno del Instituto federal y le sumaron lo malo.
Prueba de ello, el documento "Observaciones a la minuta de reforma política de la Consejera María Marvan y los Consejeros Electorales Marco Antonio Baños, Lorenzo Córdova y Benito Nacif presentada a la opinión pública y las Cámaras de Diputados y Senadores el pasado 5 de diciembre 2013". Ojo 2013.
El hoy presidente del INE, Lorenzo Córdova, entonces consejero del IFE suscribió este documento, cuyo primer párrafo es elocuente:
"La minuta de reforma electoral carece de un método de institución electoral, lo cual genera incertidumbre sobre la capacidad de mantener altos estándares en la realización y regulación de los procesos electorales. La minuta contiene múltiples imprecisiones y poca claridad respecto a la división de competencias y facultades del INE y de los órganos electorales locales. Esta falta de certeza en la distribución de competencias podría poner en riesgo la operación de las elecciones mexicanas".
En refuerzo de ese argumento, líneas adelante se añadía: "La falta de claridad en la distribución de competencias creará duplicidad de estructuras o procedimientos redundantes entre el INE y los órganos locales, incrementando el costo de los procesos electorales".
¿Cómo justificar así la resistencia a corregir una reforma mal hecha, evitar duplicidades y bajar el costo de las elecciones?
Hagan lo necesario para no hacer nada. Si, en verdad, el gobierno y su partido pretenden llevar a cabo la reforma electoral propuesta, se esmeraron en hacer lo necesario para sabotearla.
¿Al margen de la absurda idea de elegir mediante voto popular a los consejeros y magistrados electorales, se crearía el Instituto Nacional prelectoral?, el proyecto de reforma elaborado por Pablo Gómez y Horacio Duarte tienen aspectos rescatables. Sin embargo, el propio Ejecutivo, así como tres de sus operadores políticos, Adán Augusto López, Mario Delgado e Ignacio Mier, se lucieron en restarle vialidad y legitimidad a la iniciativa legislativa, vulnerando su posibilidad.
La frecuente denostación del órgano electoral y la hostilidad hacia los consejeros Lorenzo Córdova y Ciro Murayama mal empezaron el proyecto de reforma.
¿Qué se quería, restarle credibilidad al instituto y autoridad a esos consejeros? Si sólo esa era la intención, ni caso haber puesto a trabajar a Pablo Gómez y Horacio Duarte. Y, en esto hay algo curioso, no sólo este, varios de los proyectos oficialistas se han frustrado a causa de la forma en que se plantean.
Rómpase la moratoria constitucional, pero manténgase la huelga de dedos caídos. El conjunto de los partidos políticos, así como los legisladores saben que la confianza ciudadana en ellos está por los suelos. No hay metáfora en esto.
Le recuerdo al lector que el modelo republicano de gobierno encuentra en la división de poderes su máxima virtud; el emprendimiento de la importancia que reviste consolidar el equilibrio de la fuerza pública y la función política, como medio para proteger al individuo de los abusos en que incurren quienes desacertadame llegan a ejercerlo sin contrapeso.
La libertad de los gobernados se ve inequívoca y fatalmente mermada en todos aquellos regímenes caracterizados por la ausencia de balances, en las autocracias.
La división de poderes ha evolucionado hasta nuestros días, hoy esa división demanda la institución de nuevos depositarios de las distintas ramas de la función pública que atañen a sociedades más preparadas y políticamente más complejas.
La evolución de nuestro sistema de partidos y el nacimiento de nuestra imberbe democracia a finales del siglo pasado, demostró la importancia que tenía la oportunidad de conceder al órgano público encargado de organizar los procesos de elección, y a los tribunales encargados de juzgarlos, un carácter verdaderamente autónomo: ajeno por completo a la suerte y destino de los otros poderes, de los electos (ejecutivo y legislativo).
El Instituto Nacional Electoral es el órgano constitucional autónomo en el que auténticamente quedan representados los sentimientos y deseos de nuestra sociedad, de poder alcanzar por la vía pacífica el reconocimiento cierto a los resultados imparciales de los procesos de elección. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, asimismo, es el órgano jurisdiccional en el que queda confiada la honrosa
labor de interpretar y evaluar la legalidad en la que tales procesos de elección se ven inmersos. Siendo evidente que la división de poderes que atañe a la República Mexicana no se circunscribe a tres de ellos, sino que se deposita en una pluralidad de poderes y órganos constitucionales autónomos, ¿Acaso no constituye esta nueva división una decisión política fundamental que debería quedar exenta de embates de los propios poderes del Estado?
En la enseñanza media superior se explica a los adolescentes que es la Constitución y cómo se conforma. En esa etapa de escolaridad se les dice cuáles son los derechos humanos y las garantías que la propia Constitución otorga, y, por la misma razón muchos jóvenes se aprenden los primeros 29 artículos de la Carta Magna. Son pocos los que se hacen la pregunta de cuál es el número total de artículos que ésta tiene y qué es lo que se dice el último de ellos.
En el artículo 136 constitucional es el último que la conforma, y en él se establece a la letra lo siguiente: "Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión se interrumpa su observancia. En caso de qué por cualquier trastorno público, se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona tan luego como el pueblo recobre su libertad se establecerá su observancia y con arreglo a ella y a las leyes que en su virtud se hubieran expedido, serán juzgados, así los que hubieren figurado en el gobierno emanado de la rebelión, como los que hubieran cooperado a esta".
Muchas interrogantes, deliberación y deducciones podrían obtenerse sobre los alcances que debería concederse al vocablo "rebelión" o al concepto "trastorno público", los que alude el constituyente en el artículo citado, sin embargo, no cabría duda de que todos convergirían en un mismo punto: las modificaciones a la Ley Fundamental deberían provenir siempre de un proceso legítimo de deliberación parlamentaria. No cabrían reformas a la Carta Magna por la vía de la violencia, sea física o moral.
El espíritu de la Constitución sobre dicho particular no es deleznable.
Un tema es el referente a la presentación de iniciativas y el impulso del proceso legislativo para reformar la Constitución y consolidar un sistema alternativo de gobierno en el ámbito político-electoral, pero otro distinto es el de minar la confianza las instituciones electorales con fines netamente partidistas y personales. El respeto por la estabilidad de balance de poder, una cualidad típica de todo gobierno republicano, constituye por sí mismo un imperativo constitucional inobjetable.
Atravesamos un momento histórico muy peligroso para el país porque las instituciones que fueron construidas para resguardar la independencia, la incertidumbre y la legalidad de los procesos electorales en México, están a punto de sucumbir. El proceso deliberativo en el ámbito parlamentario es incierto porque los votos de la operación están comprometidos, están palpablemente cooptados. La única defensa auténtica de la soberanía constitucional remanente está en la Suprema Corte de Justicia, o, está en nosotros, la ciudadanía.
Ante la incuestionable inoperancia de los mecanismos de representatividad política nacional, no queda sino a la ciudadanía misma recobrar el ejercicio del poder soberano que le concierne y demostrarse, por la vía civil pacífica que los propios candidatos al gobierno han mostrado, externar los legítimos sentimientos de la Nación en torno de sus instituciones democráticas. |
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